París despertaba tarde: el lugar feliz de Máximo Huerta

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En París despertaba tarde encontramos todos los elementos del universo de Máximo Huerta. No falta ninguno: la reflexión sobre el la pérdida, la melancolía el deseo, el amor apasionado, la ternura escondida en pequeños gestos que se revelan grandes gestas; pero hay algo más que había perdido y ha recobrado y que brilla al final de este nuevo relato parisino.

Los años nos llevan a reflexiones profundas, a buscar explicaciones (si las hay) que logran cauterizar heridas abiertas desde hace mucho tiempo, y sobre todo, nos llevan a entendernos o, en el mejor de los casos (y quizá el más valioso) a aceptarnos.

La literatura de Máximo Huerta navegaba con esa brújula interna, con la necesidad de querer, de reparar y de dejar todo atrás. El recuerdo evocado, un perfume, un sabor, el tacto de la tierra seca o de la hoja vacía esperando ser emborronada por líneas que buscan un sentido. Máximo Huerta se buscaba, se comprendía desde su interior, y jugaba con los reflejos de la evocación, del recuerdo y la sensibilidad para conseguirse, maravillarse y, finalmente, aceptarse.

En París despertaba tarde la narrativa nos parece una necesidad. París en esos años; el vodevil de sensaciones y excesos; el contraste entre pobreza y riqueza, el derroche del lujo y el lujo de la desnudez, están retratados con ansia, con voluntario frenesí: la vida se vive a borbotones, y se describe con desmesura. Tal nos parece el sonido del teclado del escribidor, el latir del corazón que se adentra en un mundo que le es muy conocido y al que extraña.

Titubea, se tambalea al principio, pues Alice vive así en el París de la década de 1920. Y él es ella en ese inicio torpe, hecho de trozos de corazón herido. Pero la prosa remonta, como se rehace el corazón de su protagonista, conforme los días en ese París insomne (no: en ese París a contratiempo) van pasando. Cuando se atreve a salir de su tienda en París y vive de nuevo la ciudad que se alumbra a sí misma cada día, siendo nueva casi a diario, en las sombras de la noche, en arrullo del frío, las ropas húmedas y los deseos colmados.

París despertaba tarde se nos revela entonces como el resurgir de su autor; París es, pero sobre todo Alice Humbert y Ërno Hassel, los que hacen que su prosa navegue tímida a ese lugar que añora tanto, en el que vive más libremente, en el que llega a desplegar todo su encanto. Cuando París despertaba tarde, para Máximo Huerta, lo que despertaba era la felicidad.

Nada falta en este libro de Máximo Huerta. Y nada se echa en falta. Porque, sin negar lo oscuro de la vida, está lleno de luz. Y La tienda en París, que sirvió de guía a Alice y a Teresa en su día, a Máximo Huerta le ha devuelto la sonrisa en tiempos de zozobra, ha recobrado ese secreto que se nos olvida continuamente: y es que allí muy dentro de nosotros, siempre hay un espacio para la felicidad. Hecha de frases, hecha de escarcha, de polvo de estrellas o de aire, efímera y fugaz. Pero eterna. Única.

A la manera de Máximo Huerta. Y a la manera de cada uno de nosotros.

Máximo Huerta: Adiós, pequeño.

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Es difícil escribir nuestra historia. Ir quitando uno a uno los velos que nos esconden de nuestra mirada, que de repente se hace ajena, y mostrar una desnudez frágil, sembrada de heridas que no cierran y cicatrices recientes.

Adiós, pequeño es la última novela publicada hasta el momento por Máximo Huerta, y la segunda de las suyas premiada.

Que vuelve sobre temas ya escritos no es novedad: todo escritor es, en muchos sentidos, un visitante eterno de los mismos parajes de la vida. Y en eso radica su valentía: cada viaje por esos paisajes nos regala una nueva interpretación, nos descubre un nuevo mundo desnudo y frágil, sin velos, donde surcan sin vergüenza heridas que no cierran y cicatrices recientes.

La punta escondida del iceberg fue el primer intento de este movimiento telúrico hacia adentro. Escribir es una fuerza centrífuga, intenta llevar todo al exterior. Sólo el freno del pudor mantiene entre unos estrechos límites, el cauce de la historia a narrar. En Adiós, pequeño esos límites se pulverizan; el peso del tiempo ido y de la vida desmoronan los pilares de la vergüenza y hacen desbordar fragmentos, pensamientos y sentimientos pasados que, de tan profundos, siguen siendo muy actuales. De forma que transforma un diálogo interno en un diario sin fronteras, un mapa sin sentido en un laberinto centrípeto que intenta alcanzar no ya la comprensión de una vida vivida, si no la calma en el presente, la sumisión a lo que debe ser porque ya es.

No está escrito en tiempo de lamento, más bien tiene el ritmo titubeante de lo que pudo haber sido y no fue. Es un lento proceso de desnudez astrofísica, una descripción del tiempo que pasa y de la decrepitud que llega, no como algo malo, si no como algo inevitable.

Adiós, pequeño es un diálogo interrumpido con dos fantasmas, y es una lenta despedida de dos almas que poco a poco se despojan de toda una carga que ya no tiene importancia.

Las elipsis abstrusas de La punta escondida del iceberg se ven aquí justificadas por un recato más libre, y por tanto más doloroso; no se esconden, más bien se exhiben sin reparo y quizá hasta se desechan, dejando en tiempo suspensivo lo que no siempre es necesario aclarar pues habla con sus propios gritos, y deja una oportunidad al lector de participar en experiencias íntimas que le son propias pero con las que poder identificarse y rellenarlas de la mejor forma posible, libertad de creación además de participación activa de un relato escrito entre fuego, lágrimas y desolación. Y miedo.

La labor narrativa del autor se encuentra unida por un hilo invisible del que Adiós, pequeño es quizá su ovillo primigenio. Como un parto, este relato es la promesa de una nueva vida y de una nueva vía de creación, en el que los ecos, los recuerdos, los aromas sinestésicos han sido protagonistas así como la violencia soterrada, los absurdos encuentros del destino y el miedo al miedo mismo. Adiós pequeño encierra en su interior una promesa de libertad que ya no es más una huida hacia adelante; promesa que el autor se ha ganado a pulso lentamente, como un jardinero fiel, relato a relato, línea a línea, recuerdo a recuerdo.

Quizá la niñez esté sobrevalorada, más aún en estos tiempos de sobreprotección y falsas aprensiones. Pero puede llegar a ser una cárcel cruel si no sabemos cómo valorarla. Hace falta toda una vida para liberarse de ese hechizo, para anular ese conjuro. Máximo Huerta ha exorcizado lo que fue y no volverá en Adiós, pequeño, con una prosa directa; a ratos reseca; por momentos poética…, como la vida misma.