Estos días estuve en una estación de esquí. Nunca había ido a una. Así que ha sido mi primera toma de contacto. Y como toda toma de contacto, ha sido directamente con el suelo.
Creo que no hice la pista completa ninguna vez. No: la hice entera, a trozos, dos veces sin darme contra el suelo. Claro que lo conseguí tras veinte intentos y otras tantas caídas más en los aparatos que transportan a los esquiadores.
Menos mal que era día de semana. Imagino un fin de semana o un día festivo, la pista llena y todos varados por el lerdo tirado, cuan largo y pesado es, en medio de la pista, estorbando el paso.
Fue un dia duro. Físicamente por descontado. Pero personalmente también. Verme caer una y otra vez, ver cuán difícil me resultaba ponerme de pie (demasiado alto, demasiado pesado, demasiado fuera de forma, demasiado torpe, demasiado considerada la ayuda ajena, que dejaba de disfrutar del esquí por levantarme de la pista helada), sentirme tan indefenso, pudo con mi ego, destrozó mis nervios, hizo que el miedo que ya tenía a estamparme contra todo se multiplicase por mil.
Y aunque salí considerablemente magullado, con varios cardenales dignos de un estudio cartográfico y dolorido hasta en zonas que desconocía que tenía, no me he roto nada, ni un esguince, ni una herida de importancia. Salvo en mi corazón. Pero ése es un jardín que sólo puedo ver yo.
Fue un día especial. Una compañía única, llevando años sin hacer un travesía juntos, y que extrañaba, extrañaba tanto que ya ni recordaba lo que dolía su ausencia en mi vida, y su atenta mirada y su siempre disposición para echarme una mano y levantarme.
Hay algo más difícil en la vida que caer. Y es levantarse. Porque no somos capaces de hacerlo por nosotros mismos. Porque necesitamos la ayuda, la buena voluntad, la entrega de otros que deseen hacerlo. Hay algo más difícil en la vida que caer. Y es levantarse una y otra vez, vivir con las magulladuras y las heridas que van quedando, y volver a empezar.
Hacia el mediodía yo estaba petrificado. Perdí la cuenta de cuántas veces había acabado en el suelo helado. Pero el cuerpo me dolía hasta al pensar, así que seguro que habían sido muchas. Yo no quería saber nada más. Deseaba un asiento cómodo, el calor de un hogar encendido, un colacao caliente, y disfrutar desde el ventanal lo bien que mi amigo el intrépido bajaba por pistas que, me confesó, le quedaban un poco pequeñas.
Pero él no me dejó. Se las arregló para buscarme un instructor, tan atento como él, e insistió tanto en que volviese a la pista y disfrutase del esquí, es decir de caerme como un saco informe, una vez más.
Yo quería renunciar, llorar, salir corriendo de allí. Pero ya sólo montarme en el telesilla me daba vértigo, y con una tormenta por llegar ni modo que bajase esa cordillera andando con unas botas rígidas, que nos hacen caminar como patos mareados, y cargados con unos esquíes pesados sobre un hombro magullado.
Él no dejó que me dejase vencer. Se irguió delante de mí, me levantó con esa fuerza que le es tan característica y, como había hecho toda esa mañana, literalmente me llevó en volandas de nuevo a la pista. Y me dejó en manos del instructor que se armó de paciencia ante mi aterradora mirada y mis dos piernas izquierdas.
Mientras él bajaba una y otra vez las pistas haciendo piruetas de niño juguetón, yo me caí en el aparato de transporte, quedaba atascado en la nieve que se amontonaba, se me congelaba el moquillo en la nariz y me sentí morir de ahogo y de nervios.
Pero consiguió que bajase dos veces enteras, sin caerme ni una sola vez, la pista de aprendizaje, al terminar el día.
Él quería que yo quisiese. Él deseaba que yo pudiese. Él siempre me ha metido en líos semejantes. Porque sabe que lo quiero.
Él siempre me ha liado para hacer cosas que nunca he hecho. Él siempre me alienta a seguir adelante. Él es una persona valiente. Y siempre ha querido que yo lo sea.
Por eso me ayudó a levantarme una y otra vez, cien veces, mil veces, aquella mañana en la pista de esquí. Y no cejó hasta que consiguiese hacer un circuito completo sin equivocarme… E incluso dos.
Caer es muy difícil. Es decepcionante, es vergonzante, es duro. Es duro. Pero es necesario. para saber de qué estamos hechos y cuáles son nuestros límites. Y aprender a superarlos.
No es fácil. Tampoco lo es la vida. Y da vértigo, como a mí me dan las alturas y la falta de seguridad y la velocidad y la desorganización. Pero así es la vida.
El arte de caer muchas veces es el arte de enseñar a vivir. Suerte de tener maestros cerca que nunca dejan de creer en nosotros, ni cejan en su empeño por mejorarnos, por mostrarnos la mejor versión de nosotros mismos que nosotros mismos nos negamos (por modestia, por ignorancia, por miedo) a ver.