La lucha ha terminado. Y la alegría y las anécdotas, y la sonrisa y los regaños y la preocupación y la energía que mueve mundos y universos.
La alegría perpetua, la ilusión de ganar la lotería, la sabiduría del tiempo ido, la obsesión por la recuperación de la Salud, el miedo por perder la precaria estabilidad de la vida. Y la fe en la Medicina, y la fe en un cuerpo de recuperación milagrosa que lo ha llevado hasta aquí.
Le gustaba la música; tenía una voz de barítono que conseguía elevar notas a alturas de preciosidad. El fútbol, del que era jugador, entrenador, aficionado, apasionado y muy conocedor. Y el ciclismo. Y la política.
Y soñaba con los ojos abiertos. Se ha terminado esa personalidad que hacía posible casi cualquier ensoñación, casi cualquier ilusión. Un negocio propio, una vida en común.
Idolatraba a su familia, la pequeña que siempre mantuvo unida, y la mayor, de la que fue pilar fundamental, ayudando a unos y a otros, con esa ideación casi obsesiva con la que afrontaba cualquier proyecto.
Y fe. Fe en sanar, fe en que harían lo mejor del mundo para él. Y confianza, Y dejarse hacer.
Era un conquistador nato. Y conversador. De cualquier cosa, en cualquier momento y lugar. Coagulaba personalidades como tejía sueños. Y siempre el amor por su señora, por su compañera de medio siglo, a quien llamaba cariñosamente, Mamá.
Era un besucón. Y un adulador. Y un pesado. Y un montón de cosas más, buenas y no tan malas. El mejor enfermo que se pudiera tener y, también, el más exigente que se pudiese encontrar. Lleno de honor y de historia vivida.
Y era mi padre. Y era mi madre, porque los dos son uno. Y ahora hay soledad y silencio. Y la fiesta ha terminado, y la historia cambia, y ya no es lo que una vez fue.
Y era mi padre. Y ya no está. Y por fin descansa tranquilo. Y el mundo sigue. Para bien.
Prefiere no mirar en derredor. Sabe de sobra que la fiesta ha terminado. Se acerca lentamente al espejo y ve su reflejo satinado; las plumas de su máscara algo alicaídas y llenas de oscuridad. Desata con suavidad el lazo que la une a su rostro. Y recuerda cómo aquella mano se posó sobre su cuello para atar la lazada que amenazaba con desprenderse al mínimo movimiento de la cabeza. Y bien que lo hubiese desesado.
Aquel olor que provenía de él. De su camisa, de su chaqueta entallada; el sonido de esa sonrisa que parecía un cuento, y el cuento de sus ojos, transparentes y líquidos llenos de pequeñas lágrimas.
La fiesta ha terminado. Bien lo sabe. Pero le gustaría seguir sintiendo la suave presión de aquel brazo sobre su espalda. El roce de la palma y el tamborilear de los dedos haciéndole cosquillas. Y las sonrisas entre comentario y comentario. Y el sonido de aquella voz que nunca saldría de su recuerdo. Y la sutileza del baile, fluido como un río caudaloso y lento.
¡Qué maravilla!
La noche cuajada de estrellas; las velas encendidas y el suave aroma de la cera derretida. Las rosas en flor; las peonías enormes como bocas abiertas, hambrientas de besos. Y el rumor de la música danzando por el salón de baile; el balanceo de los cuerpos sobre las notas; las risas y los comentarios; las conversaciones calladas de los amantes; el abrazo de lo cotidiano, y las copas de cristal y los pequeños bocados de realidad.
Se encontraron frente a frente y se gustaron. Una caída de ojos, un encogimiento de hombros y esa sonrisa y esos ojos. Y la facilidad extrema de lo que nos es conocido; los brazos entre los brazos y los torsos y las piernas entrelazadas sin ningún tropiezo, sin ningún por qué.
La fiesta ha terminado y con ella su magia atolondrada. Ignora si lo volverá a ver. Ignora si lo habrá visto realmente. Si esos labios besaron su boca sedienta en las sombras del jardín cuajado de luces y verdor de primavera. Sus máscaras se acercaron y sus labios se unieron y sabían a menta y alcohol y a cierto aroma parecido al amor, a deseo también y a final. La fiesta terminó al separarse, y sintió en sus labios el tatuaje de sus besos, y en su mirada el maridaje de lo que nunca podrá ser.
Se observa en el espejo. Aún queda algún candelabro que resiste el paso del tiempo. Algo que no le ocurre al amor. Al menos el de esta noche. Y el de las demás que están por venir.
En la mano está la máscara de plumas llena de oscuridad. Y la lazada cayendo dócilmente en el vacío. Con la otra se acaricia el cuello buscando un recuerdo aún vivo. Y la pasea por su rostro deseoso y se detiene en los labios, que abiertos parecen esperar lo que no tendrán más.
La fiesta ha terminado. Y con ella, él. Y su sombra y su solidez y aquel perfume que hizo un hechizo indestructible, un lazo que sin embargo se desató tan fácilmente.
Lo ignora todo de él. Su nombre, su vida. Sólo conoce el sabor de sus besos y la presión maravillosa de sus brazos y el olor de lo que han compartido. Y una sonrisa de cielo. Y una mirada de agua y el sonido del viento al levantarse entre ellos y la música y el intento fallido de decir un te quiero esta noche.
La fiesta ha terminado. En derredor sólo quedan copas vacías, sillas caídas, velas gastadas y luces apagadas; el sonido del silencio donde antes había música, y el frío de un hogar donde antes hubo la chispa de un corazón.
Y, aunque lo sabe, prefiere no mirar, porque mientras cierra los ojos aún puede revivir cada una de las sensaciones, cada uno de los movimientos de esa danza única; el sabor de unos labios fuera del universo y el color de unos ojos que sonrieron y el tacto de unos brazos que abrazaron.
La fiesta ha terminado, lo sabe muy bien. Y su vida en aquel paisaje puede que también.
Suspira frente al espejo. Y deja la máscara apoyada malamente sobre un velador. La fiesta ha terminado. Y su sueño también.