La lentitud del sol aumenta la pereza de la tarde. Suave, sereno, se va hundiendo en el horizonte. Las montañas reflejan los tenues morados, el azul profundo que parece emerger por el oeste, el intenso naranja y el amarillo tostado que tiñen nuestros rostros, nuestras pieles morenas.
Estás a mi lado. Apoyado en un hombro, siento tu peso naufragar entre tu cuerpo y el mío. Yo me refugio en tu sonrisa, que se ve iluminada por el atardecer, y por tu propia fuerza, a veces mucho mayor que la mía, y que a veces la complementa y la justifica. Yo estoy a tu lado, tomándote de la mano y sonriendo. Y tus ojos brillan al verse en los míos. Y una lágrima de sudor parece resbalar por tu frente dorada, azul y magenta.
Nos acercamos un poco más. El sol al fundirse deja paso al fresco de la noche, que se levanta por detrás de nosotros y nos abraza de repente. El cielo se viste de un hermoso color rosa. Tu sonrisa ilumina las estrellas que van apareciendo una a una sobre nuestras cabezas. Las señalo riendo y tú me arrebatas el brazo que señala al cielo para apuntar tu corazón. En los atardeceres de verano, tu corazón y el mío laten al unísono a pesar de discusiones banales, peleas indignas, luchas de poder que no llevan a ninguna parte. Cuando la luna se asoma tímida cerca del sol moribundo, todo parece recobrar un sentido más simple, que es el de querernos, el de dos corazones enamorados: haciendo planes, teniendo hijos, pariendo sueños que pueden salir bien o mal, pero que nos harán más fuertes, más únicos, más nosotros mismos.
Somos dos. Ahora que el sol teje su encaje naranja, transparentando las nubes de papel, puliendo la bóveda bordada de estrellas tempraneras, nuestras manos se entretienen bailando un vals de eternidad; y nuestras miradas, prendidas de malvas y dorados, se reconocen, se intensifican y hasta se besan. Como nuestros labios, como nuestras bocas. Como nuestras intenciones.
Y en estos momentos, cuando el sol se hunde lentamente tras las montañas para iluminar el día de los otros, me doy cuenta que te quiero. De una forma simple, como la de los niños; de una forma generosa, que no pide nada a cambio. A ti. Y a mí. Que no pide nada a cambio, salvo quizá que te mantengas a mi lado, en días como éste, mil atardeceres más, hasta la llegada de la noche estrellada, plateada por el brillo de una luna menguante; salvo que quieras estar conmigo, junto a mí, mil atardeceres más, hasta la llegada del último descanso, de la última meta, que siempre será, siempre, la de querernos bajito, hasta la eternidad.