En El primer verano de nuestras vidas lo primero que llama la atención es su protagonista: la ciudad de Charleston (EEUU). Pat Conroy, dueño de un lenguaje fluido como las mareas que atraviesan la ciudad, seduce al lector con su revisitación de esta ciudad sureña, famosa por su belleza, pero también por sus contradicciones tan confederadas. En una parte del libro menciona que el Sur de EEUU es una rareza para el resto del país, con una idiosincrasia particular y una educación diferente, cosa que parece cierta, a tenor de lo que se dice en Nueva Inglaterra, por ejemplo y quién sabe en la zona centro, donde vive en realidad la imagen de lo que llamamos el norteamericano profundo.
Además de Charleston, el libro tiene varios protagonistas, todos ellos singulares, descritos de forma sesgada por el narrador de la historia, Leo, el corazón, si exceptuamos la ciudad en donde casi todo ocurre, del relato. Leopold es el narrador de diecisiete años y de cuarenta y tantos, y es quien evoluciona a lo largo de sus páginas, con saltos en el tiempo muy logrados y muy lineales; y su forma de ver la vida, su forma de ser y estar en el mundo, y su amor por lo que le rodea, hace que el libro esté lleno de luces y sombras de las que no podemos separarnos nunca.
Los personajes de El primer verano de nuestras vidas son todos almas heridas, llenos de tópicas heridas. Si no supiéramos que el autor es el mismo de El príncipe de las mareas, lo hubiéramos adivinado: los mismos motivos, los mismos demonios, los mismos personajes llevados al extremo, los mismos tópicos con los que EEUU llena su literatura, tan elegante sin embargo y tan melancólica también. Todos y cada uno de los personajes sufren y todos parecen guardar ciertos secretos. Todos menos Leo, quizá el más puro y el más inocente, y por lo mismo, el más frágil también, pero, a la vez, el más maduro y el más fuerte de todos ellos. Si no fuese por esa prosa elegante, fluida, con la que Pat Conroy desgrana el espíritu de tres décadas de la Norteamérica más convulsa, pronto la angustia que corroe a todos los personajes se nos haría antipática; los misterios que los envuelven, esos silencios que caracterizan a la vida y que nos hacen ser como somos, sonarían vacíos; y la intolerancia, la pederastia, el catolicismo tenebroso, el sida y el alcoholismo, el abandono, la muerte y la indiferencia, nos harían cerrar las tapas del libro después de unos pocos capítulos.
Por ello creo que es un libro lleno de sombras. Está repleto de tópicos: psicopatías varias, complejos de culpa, fútbol americano, bailes de instituto, violaciones, asesinatos, pobreza, riqueza y muerte. Y no sé si llevados a buen puerto porque parecen excesivos, aunque forman parte del esqueleto de su autor. Un poco más y nos hace pensar que la sociedad norteamericana está realmente loca y que nosotros seguimos detrás, en ese ansia de copiar todo lo que viene de allí. Quizá el personaje más entrañable sea el más normal: Jasper, el padre de Leo. También es el más romántico, más incluso que su hijo, y el único que, aun sabiendo cómo es el mundo, es capaz de quererlo tal cual es, sin adornarlo pero a la vez sin restarle ningún encanto. De hecho, al leerlo nos viene a la mente que quizá todo este cóctel extraño le resulte al autor muy necesario y quizá muy conocido. Investigando después, supe que pasó por traumas similares a los que narra en todos sus libros, y eso puede que explique, y quizá justifique, esta profusión de manual de psiquiatría que expone en esta historia. Todas las angustias del autor están enmarcadas en los diversos personajes que pueblan esta novela; todas esas heridas de las que se enorgullecen y afrontan y aceptan. Pero todas juntas, en tan variedad, no deja de ser inquietante.
Y sin embargo, es un libro luminoso. Pero no como Veronika decide morir, de Paulo Coelho, por ejemplo, en el que la luz atraviesa la oscuridad para rasgarla y transformarla en libertad. Pat Conroy no es tan generoso. La luz de El primer verano de nuestras vidas es la energía vital que puebla el libro, la lucha constante por levantarse, ese premio al esfuerzo y a la perseverancia. Las mejores partes del relato son las que evocan la adolescencia de Leo y sus amigos. En ellas el lenguaje del escritor no sólo es fluido, si no bello. Hay algo de frágil y de mágico en esos interminables días de la adolescencia que dibuja con maestría, y esa promesa latente, y esas transformaciones milagrosas, y ese futuro alentador que vive en cada día que pasa. Todo está cubierto con una pátina de melancólica alegría, de sugerente voluptuosidad, que transmite alegría y cierta tristeza entremezcladas; a fin y a cabo el sabor de la vida es agridulce, y en el Charleston de 1960, mucho más.
Bellas y tristes son también las páginas en las que el protagonismo espiritual pasa de Charleston a San Francisco, la joya del Pacífico. Es una ciudad bella, de clima indescriptible, fascinante e irrepetible. Y en aquella época, en los primeros 80s, cuando el mundo sufre un espasmo y las máscaras caen al suelo y la fiesta termina bruscamente, aún más. Esos días oscuros, llenos de lamentos, de miedo y muerte son descritos con una delicadeza única, donde lo que sabemos más que de sobra se nos muestra con otra luz y sobre todo con tanta dulzura y ausencia de juicio, que los hechos narrados en sus páginas pasan sin dudar a un segundo plano. No nos importa qué van a hacer allí Leo y su pandilla, sólo lo que ven, lo que experimentan y sienten.
La narrativa de Pat Conroy es suave pero no amanerada, es dulce pero no empalaga. Está llena de referencias sonoras, de impactos visuales, del eco de los ríos, del sabor de los alimentos y del aroma de los jardines. Evoca y reflexiona y se desnuda sin pudor. Tiene un fuerte acento norteamericano sin duda y una melodía continua y de perfil bajo, que embriaga sin embargo atrapándonos en sus redes mientras la historia navega entre los ríos Ashley y Cooper, y entre nuestros ojos y los de Leo, entre su corazón lento y reflexivo y su bondad que no es de este mundo.
El primer verano de nuestras vidas es una historia de amor, de amistad, de todo aquello que nos acerca a la muerte pero al mismo tiempo a la vida, a la esclavitud y a la liberación. Es un relato lleno de claroscuros donde la tragedia y la comedia, la salud y la enfermedad, la alegría y al tristeza se dan la mano sin límites ni cortapisas… Quizá, quién lo sabe, como también ocurre en la vida.