Las arenas del tiempo/ Time is Sand.

El día a día/ The days we're living, Música/ Music

   a Marimar, que de su idea brotó un recuerdo lejano en el tiempo, perdido entre la arena de lo que un día se deseó y nunca pudo ser.

   Se recuesta entre el malecón y la arena. El agua llega mansa, refrescando sus pies. Siente la sal entrando entre sus dedos como pequeñas caricias y aún tiene fuerzas para sonreír un poquito.

   El mundo le da vueltas. Hace años que no le ocurre. Pero hace años que dejó de ser lo que era; hasta lo había olvidado. Entre las mareas del alcohol y las arenas del tiempo, los días pasaron unos tras otros atados a pieles y a perfumes baratos, a golpes de sudor y a espasmos de cintura; cada vez que se dejaba caer en el lecho, sobre un cuerpo desconocido salvo por el precio y un golpe a la botella de la mesilla, todo parecía empezar de nuevo: la infancia, la juventud dorada, la absorbente madurez y la nada. Acostado junto a cuerpos que no deseaba oír y ni siquiera tocar, llenos de su fuerza y cansados, henchidos de orgullo por comprarle y ahítos de tocarle, el mundo le daba vueltas, girando rápido y sin fin, alimentando un olvido, maldiciendo una vida enganchada al pudo ser y nunca será.

   Pero ya es tarde. O eso se dice. O eso piensa tirado entre el malecón y la playa. El sol cae de repente frente a él, cegándole los ojos negros de noche sin luna; reflejándose en la blancura de una piel que la edad no ha hecho más que empalidecer y el alcohol teñir de un gris de cera, fantasmal y caótico. El agua llega mansita con la marea que sube, y las cosquillas en sus pies le hacen gracia. Ríe la boca apenas sin dientes; lloran los ojos como si nunca hubiesen tenido lágrimas, acabando con una sequía secular y abriendo la memoria en un parto sigiloso: las últimas lágrimas de dolor las lloró sobre aquel cuerpo que amó hasta la ausencia y que le enseñó todo: los ritmos de la sensualidad; la belleza escondida en las cosas pequeñas; la valía de lo hermoso, de lo perenne y lo antiguo. Pero no le enseñó, con apenas dieciocho años, el valor de la pérdida, la inestabilidad del presente; la ausencia de futuro para aquellos que nacen sin él.

   Procura no recordar, pero ya es tarde. Ni el alcohol le sirve de freno a la memoria; de repente se sabe y se siente viejo. Ya no puede sujetar nada con las manos y ahora ni siquiera con el pensamiento. Y el atardecer lo lleva a esa época en la que le llamaban Catire, con su belleza de cuento, su altura de kilómetro, sus hombros anchos y una belleza de vértigo que quitaba el aliento. Su piel era blanquísima como la nieve, y el cabello negro como noche sin luna. Y su sonrisa de cristal y su mirada de niño pequeño, soñador y esperanzado. Su padre era llamado el Alemán; nunca lo conoció. Aquellas maneras germánicas embrutecieron a su madre, que le dio todo el calor de la costa; cuando se cansó se marchó de allí dejándola sola y con él en el vientre como un regalo de despedida. Y por su padre alemán, a pesar de ser moreno como el azabache con una piel de alabastro, le llamaron Catire hasta olvidarse de su nombre real.

   Catire con dieciséis años ya era todo un hombre, o lo que se puede ser a esa edad de ternura, pasión y compasión. Un bueno para nada que se salía con la suya y que nada hacía, a no ser vagar por la playa, admirarse y ser admirado y suspirar por las noches, entre sábanas roídas y goteras impertinentes, con un futuro mejor, con un mundo distinto. Y lo tuvo. Porque no se puede desear tanto algo sin que esto no ocurra. Y lo tuvo. Y fue ella. Entre sus brazos encontró un solaz  que desconocía. Todos sus ímpetus se resumieron en hacerla feliz a escondidas; toda su vida giraba en hacerla feliz, en el lecho y en el jardín que cuidaba para ella, solo ella, lejos de un marido que viajaba, que la llenaba de joyas que él disfrutaba quitándoselas una a una en un claro de luna, desnudándola con la mirada antes de traerla hasta sus brazos; toda su atención y su mundo romántico y su mundo de hombre nuevo se resumía en su perfume, en el llanto callado sobre su pecho enorme, en un sentimiento de culpa por una infidelidad que había crecido en amor, y que ese amor la llevase al abismo de la edad y las diferencias.

   El Catire sembraba peonías cuyo perfume le recordaban a ella; en un lecho de rosas la imaginaba serena mientras él desgranaba las lecciones que ella le enseñaba, y le hacía prometer una y otra vez que seguiría sus talentos, que regalaría su belleza a un mundo sediento de ella y que nunca se olvidaría de ella, de sus caricias de terciopelo y de ese amor chiquito que no terminaría nunca…

   Agita con una mano esos recuerdos hundidos en litros de ron. No quiere saber de ellos; el daño sigue siendo, a pesar de los años, demasiado grande. Aún batalla con las consecuencias de un engaño y de una pérdida. El Catire se imaginó caballero y se le inflamó el pecho gigante y la cabeza alada de sueños disparejos. Él la arrebataría de ese marido inútil, que no sabía apreciar las maravillas que él se sabía de memoria. Él le daría toda la vida a que ella estaba acostumbrada y que merecía: las joyas, las pieles, los jardines de peonías, las noches de lujuria y de poesía y los días eternos, iguales unos a otros, llenos de su juventud y de su amor… No lo vio venir, como somos incapaces cuando estamos enamorados. Ahora hasta duda de que aquella mujer, que era toda su vida, lo hubiese querido alguna vez… No lo vio venir y no supo reaccionar; ella no le enseñó que el mundo se puede romper, que los sueños son frágiles y que sus trozos, de tan grandes, pueden estorbarnos por siempre.

   Intenta levantarse pero cae de nuevo sobre la dureza de las rocas. Intenta sonreír, pero la boca sin dientes apenas se mueve; una mueca de dolor se escapa entonces. Alcanza un buche de ron y se lo traga ya sin pasión alguna y casi sin ganas. El dolor se mitiga un poco…Pero no se va. Nunca se va. Nunca se ha ido desde aquella noche en que la arrebataron de sus brazos. Desnudo, luchó por ella; desnudo quedó abandonado en las playas de su infancia. Dos años después de haber penetrado en aquel jardín maravilloso, nunca más supo qué hacer sin esa guía, sin esas caricias y, sobre todo, sin esa esperanza en el porvenir que ella le ofrecía.

   ¿Qué son dieciocoho años? ¿Qué son setenta? No lo sabe. No le importa. Todo dejó de importarle cuando entendió que no la volvería a ver nunca más, que ya no habría lecciones de vida ni de pasión entre las sombras del jardín; ni siquiera el aliento de las peonías que cuidaba con tanto esmero; ni siquiera su corazón, que era para ella, sólo para ella. ¿Qué es vivir en todo caso? Seguir hacia adelante, alcanzando un lugar para dormir, un poco de solaz y alcohol, alcohol para olvidar y seguir con vida. Con eso que otros llaman vida.

   Los recuerdos le abruman y parece que se van borrando de su mente. Vivió su vida de préstamo: todos lo deseaban, todos lo tendrían. Lo que cobraba rápidamente era devorado por la inapetencia; su fama de amante luchador llegó lejos y hasta algunos llegaron a rendirse a sus pies; la fama de su belleza llegó a ser legendaria, casi tanto como su insabilidad y su dureza. Algunos quisieron morder su corazón, pero era de piedra. Algunos soñaron con beber su sangre, pero era alcohol lo que corría por sus venas. ¿Y el amor? Sólo movimientos maquinales en un lecho cambiante, ora lleno de violetas, ora con olor a tabaco y a perfume de hombre. Nada era importante; nada debía recordarle a ella.

   Se aficionó a beber cuando descubrió que podía detener el flujo de sus pensamientos, el horror de los pesares en sus límites líquidos. Champaña o güisqui entre sábanas de seda, por las que resbalaba su enorme humanidad de hombre ocupado en saciar a los demás; ron y alcohol de quemar cuando eran de algodón barato, lleno de agujeros de tanto lavar y remendar. Su belleza era la desnudez, así que nunca se ocupó de vestirse. Su atractivo era su languidez, así que nunca se preocupó por ocultar su rabia, su aburrimiento o sus pesares. Muchos quisieron comprar su vida; muchos incluso lo amaron a escondidas y le dejaban más de lo que necesitaba escondido en un rincón de su mesilla de noche. Si él hubiese querido… Algún hombre lo hubiese idealizado como él hacía a un recuerdo perdido; alguno lo hubiera realmente querido. Pero qué importa ya…

   ¿Cuántos años tiene ya el Catire? Ni él lo recuerda. No quiere o no puede. Sólo desea una cosa, y es acabar con la marea oscura que le inunda la cabeza y le estalla en el corazón. Apura lo que queda de la botella e intenta lanzarse al mar. Sentir la libertad del agua sobre la piel de pergamino, lechosa y grisácea, áspera ya y casi sin vida. Intenta pero no puede moverse. No sabe qué le ocurre y casi ni le importa. La luna parece escalar el aroma de la noche y él sólo ve pequeños puntos de luz que parecen tejer un camino desconocido: un jardín umbroso; un lecho de sudores y de ganas; un sueño soñado y perdido; un deseo embriagador y una pérdida constante, continua…

   Sus pies se encuentran cubiertos por el mar, El agua parece llegarle a las rodillas de tanto que se ha achicado con el paso del tiempo. Su pelo de ratón ha perdido sus rizos morenos de antaño y apenas se llenan de sal. Cuando el sol asciende y rompe el nuevo día, alguien se acerca al malecón y lo ve durmiendo la última borrachera entre el lecho de rocas. La piel arrugada, los ojos abiertos y vidriosos, el perfil afilado, los labios de rosa marchita, y una mano en las peñas y otra en el corazón.

   A nadie parece importarle. Ni a él. Envuelto en las arenas del tiempo, el Catire ha quedado por fin atrás. Y con él, todo sus sueños y la carga de su pesar.