Libres

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Lo que he visto/ What I've seen, Los días idos/ The days gone

El otro día salía de casa. Con el coche. Unos quinientos metros recorridos y me detuve de golpe: ma había dejado el teléfono. Me entró tal pánico que giré en cuanto pude y volví a buscarlo. Suerte que no me atrasé nada en hacerlo.

De tanto escribir mal en el teclado del teléfono, donde no me caben los dedos, ya hasta la ortografía no me molesta. Tan puntilloso que soy con todo lo escrito. Espero a que ese maldito predictor (pretender adivinar nuestras ideas así como nuestros gustos y nuestros deseos para «facilitarnos» la vida) me sugiera lo que intento teclear a mil por hora y ya ni me fijo en las aparentes burradas que coloca. Sólo al releer el mensaje enviado caigo en la cuenta de esos errores de taquigrafía y hasta me sonrojo. Envío de nuevo el mensaje mejor redactado, pero a veces sólo las palabras erróneas esperando que el receptor del mensaje, gracias a esa maravilla que es nuestro cerebro capaz de reconstruir frases, hechos o incluso paisajes conocidos de antemano con pocas referencias, haga el resto.

Mi teléfono me ayuda a estar conectado. Porque tengo la sensación que antes no lo estaba. De hecho, apenas veo a mis amigos, porque todo se resume en mensajes cortos y, más estúpido todavía, en dibujitos con ictericia. Pero estamos conectados. O eso creo.

Estoy informado. Sobre-informado. Deseando estar informado. No sé sobre qué, sólo siento que debo estar informado.

Como soy medio gregario y sufro de una patológica timidez, me ayuda a centrarme en lo que sea para no tener que decirle a nadie que no me moleste. Es una de las formas más rudas y estúpidas que hay, y si llevo grandes audífonos dorados, sintiéndome lo más del sonido estéreo dobly surround 4 bass, vamos, no hay quien me iguale.

No voy casi a las tiendas ya, por el mero hecho de caminar y perder la atención entre las cosas o las gentes que pasean, o sentir la lluvia o el viento limpio o la caricia del sol. ¿Para qué? Amazon o similares me lo llevan a casa dos días después. Aparte que en los bazares virtuales encontramos muchas cosas que en general en tiendas de pequeñas ciudades ni existen. Antes me perdía en las librerías, pasaba horas enteras leyendo títulos y libros, sopesándolos, oliéndolos, sintiendo el tacto de sus hojas, la discreta suavidad de la tinta impresa en ellos. Y llegar a la caja y pagar uno o dos ejemplares, en edición rústica generalmente, y llevármelos envueltos en papel marrón, con la etiqueta de la librería pegada en la primera hoja. De hecho hay una librería, quizá la más hermosa de Santiago, que se llama Cronopios, y aún no he entrado pese a tener ejemplares salidos de sus entrañas. Y el librero es el hombre con más talento que conozco y aún le debo una visita. Pero estoy en casa cerca de la chimenea y me veo su Instagram y me siento parte de esa familia loca que él retrata con pluma irónica y muy fina.

Lleno los agujeros aburridos viendo las fotos improbables de personas con vidas improbables que aconsejan vida sana, comer verde y naranja y sonreír a las adversidades; o espíritus en horas oscuras maldecir lo vano de la existencia mientras publican una foto a oscuras con una vela encendida y expresión de roquero en estado de extinción. Hasta espero que el teclado del ordenador ponga por sí mismo los signos de puntuación que ya no estoy acostumbrado a colocar con mis dedos digitales.

Gracias a mi teléfono oigo música. La que me gusta, la que descubro, la que me diseñan especialmente para mí, la que me muestran otros que debo escuchar. Pero tengo que pagar por ese privilegio a través de un plan económico y especial hecho sólo para mí.

Si quiero una experiencia más orgánica, el teléfono me lleva a los vídeos de YouTube, que gracias a su versión Premium ya no saltan los anuncios, y convengamos que son horribles y pesados y saltan en medio de un visionado, y qué fastidio. Por un módico precio, nos saltamos esos pequeños sinsabores de la vida moderna.

Claro que para que mi teléfono quede perfectamente alineado con mi cuenta de correo electrónico y mi ordenador gracias a eso informe que llamamos nube en medio de la red, tengo que usar un determinado programa. Google es fantástico para eso, pero de memoria limitada, y hay un plan súper económico para conseguir ampliar una biblioteca virtual que nunca disfruto por completo. Y pago. Pero como me gusta el diseño y la facilidad casi divina de los productos de la manzana, por otra pequeña cantidad de dinero, la nube se hace más grande hasta parecer un hongo de bomba atómica, y aunque en mi casa no hay fibra y no llegará nunca porque a Telefónica eso no le importa, yo la uso y me maravillo de que una foto aparezca en la pantalla de mi teléfono, de mi ordenador, del programa de fotos y en los archivos compartidos. Qué maravilla la tecnología.

Desde mi teléfono puedo hacerme con un billete de avión. Que será con una compañía de bajo coste, pero sale como si viajara a Nueva York. De hecho, un vuelo entre Santiago de Compostela y Madrid es más caro que un viaje trasatlántico; es que desde la capital todo es más fácil, al parecer (eso no ha cambiado). Y viajo como sardinas en lata. Pero por un módico precio puedo conseguir una plaza algo más cómoda y por otro precio menos módico hasta mejorar la calidad del pasaje. Puedo llevar un bolso según el tipo de pasaje, o una maleta de mano y un bolso, o una maleta, una maleta de mano, un bolso y una mochila, aunque eso lleve un embarque de más de media hora porque todos tienen que encargarse de buscar acomodo a tanto equipaje en un avión que no tiene dónde llevarlo. Porque por un precio discreto pueden ir en cabina (como iban antes) y después de una hora de espera en el aeropuerto de destino, quizá consigamos encontrarla dando tumbos en una cinta que no es la que nos indican porque cambian en el último instante.

Gracias a una ley de sanidad ahora el aire es más limpio en los locales, al parecer hay menos ruido citadino, las calles están más limpias, la gente es más educada y todos respetamos el espacio vital del vecino. La vida protestante ha acabado imbuyendo todas nuestras costumbres. Sabemos que tenemos derechos aunque la línea divisoria entre ellos no esté muy dibujada; conseguimos grandes avances sociales, pero en el fondo lo que hacemos es marcar aún más las diferencias reales entre los individuos; vivimos clasificados en tribus, en razas, en ideologías (ya no vamos a misa, las ideologías son la nueva religión desde el siglo XX); más aún: nos sentimos moralmente superiores al resto que no comparte nuestras altas virtudes y nuestras elevadas miras.

Pagamos por aparcar, pagamos por tener un techo en el que dormir, pagamos por los artículos que compramos; pagamos para ser servidos, para ser entretenidos, para vivir en la ignorancia que es el más inútil de los abismos, pagamos para drogarnos con noticias que no son contrastadas, enardecidos como romanos en el circo ante situaciones que no entendemos ni tenemos la paciencia de conocer; vivimos alienados y no lo sabemos.

No hay niños jugando en la calle. Hay padres con cara de asco esperando que sus hijos jueguen sobre campos de hule de colores para que no se raspen las rodillas (no sabemos curar ni un catarro, más una raspadura), cansados de llevarlos a tantas actividades extra-escolares que, si yo fuese niño, me lanzaría por un puente para que me dejaran en paz. Ya nadie va a la casa de otro amigo para quedarse a dormir o para estudiar en compañía. Los niños son robots que hay que alimentar y vestir y formales en música, teatro, danza, inglés… Pero maleducados, flojones, burgueses y repletos de fracaso escolar. Los niños son pequeños adultos y los padres, seres infantiloides. ¿Qué podemos esperar de todo esto si la vida nos anestesia como lo está haciendo hasta ahora?

El teléfono cura mi soledad. Y el ordenador hasta me la alivia. Compro de forma compulsiva artículos que no necesito o aún peor, que ya tengo. Lo marginal es ahora lo moderno y nos comportamos de forma tan agresiva con lo antiguo que no nos damos cuenta que somos igual de xenófobos y racistas. Pero montamos espectáculos para hacernos olvidar el maremagnum en el que vivimos, atontados ante las múltiples ofertas de vida artificial mientras vamos en pos de un éxito, un reconocimiento, una sombra que no es nada, que se diluye y queda atrás.

Somos más esclavos que nunca. Y amamos nuestros grilletes. La libertad, de serlo, está hoy más lejos que nunca de nuestra sociedad. Y nos enorgullecemos de ello. Vaya panorama.