Promesas rotas/ Broken Vow.

El mar interior/ The sea inside, Música/ Music

   Dime su nombre, quisiera saberlo.

   No hay un motivo. O quizá sí.

   Ponerle cara, saberlo real, tenerlo cerca.

   Dímelo, por favor. Para saber cómo ha terminado lo nuestro y porqué.

   No quiero hacerme fuerte ante ti. Me conoces demasiado bien. Y yo a ti. Es que quiero comprender qué tiene él que yo no; cómo es su voz y sus caricias.

   Porque él te acaricia y te susurra cositas divertidas. Él te toma de la mano y te invita a un universo nuevo que no te aburre. Que no te aburre como éste que ambos construimos.

   No soy masoquista. No me gusta sufrir. Pero me estás haciendo daño. Y al menos quisiera comprender, necesito aprehender, los motivos por los que él ha entrado en tu vida para arrebatarte de la mía; cómo ha sido posible que haya cerrado mis ojos y mi corazón a cada una de las negativas, a cada una de tus excusas y a nuestra falta de tacto.

   No… No te culpo. ¿Qué ganaría con eso? Nada: ya te vas. Puede que sienta remordimientos conmigo por no haber sabido actuar antes, por no corregir a tiempo nuestro amor, por haber estado distraído y haberme confiado, por haberte dejado ir.

   Ya sé, ya sé que somos un mundo. Pero nosotros teníamos un mundo que ya no existe. Y no es fácil ver alrededor todos estos trozos que me hacen daño. No tengo la voluntad suficiente para limpiarlos, porque aún te amo.

   Sí… Lo he dicho. He dicho las palabras que él te dice y que yo he callado por tanto tiempo.

   Y no. No es por sentirme culpable: te amo. Te quiero como la primera vez. A pesar de los desastres y del desgaste del día a día, aquello que prendió en mí sigue estando inalterable en mi corazón. Porque para apagar este amor hace falta algo más que palabras amargas y algún desconsuelo, hace falta que te vayas de mi lado y que tu espacio se vacíe en silencio y soledad.

   ¿Cómo te mira? Dímelo, por favor. ¿Y cómo te besa? ¿Se parece a mí…?

   Déjalo, déjalo. No quiero hacerte sufrir más. A pesar que parte de mí le gustaría ver cómo tus ojos rezuman en llanto y cómo te remuerde la conciencia… Pero no. No me hagas caso. Sabes que no soy cruel, al menos no por naturaleza. Soy aplomado, aburrido, asentado. Doy todo por hecho y el amor, y en el amor, no hay esfuerzo suficiente, no hay día o noche sin cuidados.

   Cierro los ojos y te veo y sonrío. Y nos veo y sonrío. Y oigo esa risa tuya que es como una cascada y tus ojos brillantes al atardecer, nuestras pieles traslúcidas, tu sudor y el mío… ¡Oh! Cómo me gusta abrazarte… Sentirte en mí, a través de mí; oler tu perfume; sentir la blandura de tu piel callada, sedienta, pausada…

   No te preocupes. De verdad. Te dejo ir en paz…

   Sí, ya sé que te preocupas por mí. Yo también. Por mí y por ti.

   ¿Recuerdas aquella capillita de La Lanzada? El aroma del mar, el viento rabioso entraba a espuertas, y los santos salados rezaban oraciones que nosotros adivinamos. Entramos juntos como novios nerviosos, con sonrisas pequeñas. Traspasamos su umbral y nos llenamos de paz. Una paz que habitaba en aquel silencio, en aquel altar vacío lleno del ulular de la brisa del mar. Nos acercamos. Los santos nos sonreían con esa beatitud inhumana. Creamos esas estatuas para que sean aquello que nunca seremos capaces de ser los hombres. Una ventanita iluminaba el centro del altar y allí nos detuvimos. Nos vimos a los ojos. En aquella beatitud todo era apasionante: tu rostro, tu sonrisa, tu cuerpo lleno de belleza, tus manos en las mías. Y allí pronunciamos nuestras promesas de amor, nuestros sueños por cumplir. En aquella capillita, en donde la ley humana nos impide ser lo que éramos uno para el otro, pronunciando nuestros nombres nos unimos, y la pasión llenó aquellas paredes benditas con un placer carnal y un placer crepuscular que me hizo llorar en la penumbra y besar tu sombra para siempre.

   Jamás pensé que romperíamos esas promesas, que dejaríamos pasar unos votos de amor que quizá nunca debieron pronunciarse. Pero dices que nada es para siempre… Y puede ser.

   Dime su nombre. Háblame de él. ¿Cómo es? ¿Es alto y feo? ¿Es bajo y regordete? No lo sé, cualquier cosa… ¿Te ama como te amo yo?

   Qué tontería…

   Perdóname… Sé que tienes prisa. He visto que ya no te quedan cosas en casa. Y ahora te vas…

   ¡Espera! Espera un instante nada más… Déjame abrazarte por última vez. Déjame creer que aún la vida no se ha detenido y que la ilusión del amor aún habita entre nosotros. Y sentir tus labios crujientes y tu piel de adiós…

   Daría mi vida por haber cumplido aquellas promesas, daría mi vida para que tú hubieses sido feliz a mi lado. Y aunque ahora sólo nos rodeen promesas rotas, hay una que está todavía con vida y que late en mis manos y se llena de mi corazón… Anda, tienes la puerta abierta. Vete ya, vete sin miedo. No diré nada, no saldré en la noche a clamar tu nombre, no lloraré en las esquinas una ilusión perdida, no dejaré que la última de las promesas que nos hicimos se pierda, como las demás, en las brumas del tiempo.

   Sé feliz. Se feliz con él. Que te besa y te desea, que te dice que te ama y te acaricia, que te brinda su apoyo y su calor, que duerme a tu lado y te hace reír.

   Sé feliz. Y nunca mires atrás. Porque me encontrarás allí, rodeado de promesas rotas, amándote todavía, a pesar de la soledad y de la amargura, por un tiempo eterno.