Sonríe.

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Hace un tiempo recibí un whastapp de un amigo de la distancia que quería hablar conmigo. No era particularmente tarde, pero ya era de noche. Los días de otoño con ese secreto escondido. Quería saber si podía charlar un rato. Faltaría más.

Noté en su tono de voz que algo no iba bien. Siendo como es una fuente de vitalidad y de sonrisas, esa voz aterciopelada acostumbrada a acariciar y engatusar con palabras y tonos sonaba a tristeza y a algo más, todavía encubierto. Pero era fácil adivinar que le preocupaba algo.

Tengo una cierta tendencia a vivir la medicina desde un punto de vista visceral: el conocimiento está allí, pero hecho un amasijo, un magma del que parten, aquí y allá, ráfagas de intuición que llegan a mi mente con una imagen muy clara en mi días buenos, y en aquellos malos, cuando no me fío de mis instintos, la situación me viene a poner en el lugar correcto una vez las consecuencias se desvelan ante mis ojos. Con él pasó algo similar.

Al hablar me comentó que llevaba días con malestar de estómago, que no le mejoraban pese al tratamiento con los inhibidores de bomba de protones (IBPs o, para legos y que nos entendamos todos, el omeprazol y toda la familia que se ha desarrollado a partir de él) y había ido al médico. Le había hecho una gastroscopia (endoscopia digestiva alta) e inmediatamente después lo llevaron a hacer un TAC; tomaron biopsias y le dijeron que en unos días le darían el resultado.

Él buscaba alivio a sus nervios, un canal en el que expresar sus pesares y encontrar cierta comprensión y calma. Lo que no sabía mi amigo es que me había metido en un aprieto. El instinto llegó a mí con la fuerza de un rayo láser. Sabía, sabía, que no era nada bueno. ¿Debía decírselo? ¿Cómo hacerlo a kilómetros de distancia y sin estar completamente seguro de todas las pruebas que le habían realizado? Pasaron sólo unas milésimas de segundo. Estaba ansioso pero entero, una especie de mezcla que seguro siente cada vez que sale al escenario a ejercer su profesión: es actor.

¿Cómo decirle a un amigo al que se aprecia que seguramente, seguramente, tendría algo no muy bueno en su estómago? ¿A un hombre guapo, con todo por delante, bien visto en su profesión, adorable, encantador, picaflor y con la sonrisa más bella posible, que en su cuerpo se estaba obrando algo que no parecía nada bueno?

Resoplé. Eso a mí se me da bien (resoplar). Y opté por lo que me pareció la opción más sensata: de menos a más.

Le dije que había tres opciones. La primera, una úlcera de estómago (vamos a obviar aquí las diferencias entre una úlcera gástrica y una dudodenal); en todo caso estaría con el omeprazol a dosis dobles durante unas cuatro a ocho semanas y un tratamiento antibiótico que no siempre era fácil de tolerar pero que tenía varias opciones para cambiar por si había efectos secundarios. No le dije en ese momento que estaba casi al 100% seguro que no tenía una úlcera de estómago, porque eso de salir corriendo a hacer un TAC va a ser que no es la respuesta inmediata ante una lesión que simula una simple úlcera péptica.

Notó mi silencio posterior y armándose de valor me preguntó por las opciones que quedaban. De las dos, que no eran buenas, una era menos mala que la otra. No pude andarme con tonterías en este punto. No le dije que sabía que tendría una de esas dos de seguro, pero le expliqué someramente que podía ser o bien un Linfoma gástrico, generalmente de estirpe No Hodking, generalmente bien diferenciado y generalmente de células B y generalmente de buena respuesta a la quimioterapia. La otra opción era quizá más sombría: Adenocarcinoma de estómago…

Me preguntó qué tratamiento tenía. Resoplé de nuevo. Sólo experimentales a los que yo, si fuera yo (era la segunda vez que me enfrentaba a un consejo para un amigo como deseara que me trataran a mí), no me sometería.

Le tocó el turno de callar. Le oía respirar. Esa sonrisa que era tan suya, esa voz de terciopelo no estuvo allí por unos segundos. Pero volvió pronto.

– En unos días lo sabremos.

Y lo supimos. Si quieren saber cuándo me gusta que me digan que me he equivocado, es en situaciones así. A los pocos días mi amigo me llamó intentando conservar la entereza como todo un caballero. Era un linfoma con todos esos nombres raros que le había comentado. Que tenían que darle quimioterapia y puede que radioterapia. Y que le iban a poner una cosa que se llamaba reservorio… Lo dejé liberarse de la tensión unos minutos. Lloraba con esa tranquilidad de quien se sabe escuchado, y se llenaba a la vez de esa serenidad que nos da saber no ya sólo que nos escuchan, si no que nos comprenden. Claro que lo comprendía. Mucho más de lo que se pueden imaginar.

Como no hay mejor distracción que afrontar de frente un problema que sabemos que existe, le di todos los ánimos correctos: saldría bien ya que es de buen pronóstico; eso así, le dejé bien claro que su espléndida cabellera (preciosa) y esos ojazos perderían todo atisbo de pelo; no tendría barba ni ningún rastro de vello en el cuerpo; que la expresión cambiaría, ya de por sí brutal por la pérdida de las cejas, así como su estructura, el color de la piel y la sonrisa. Tendría días grises pero otros estupendos: los dos primeros días pos-quimio sentiría el cansancio del planeta, pero después recuperaría.Que debería tener cuidado con las infecciones, tomar los antibióticos que le darían, ondansetrón si tenía náuseas y que el reservorio era una vía que se colocaba en una de las venas grandes del cuerpo y debajo de la piel para evitar que los venenos de la quimioterapia dañaran sus venas periféricas… ¿Me entendió? Lo dudo. Pero había algo en esa perorata que le transmitió un punto de paz: se dio cuenta, como yo también en mi momento, que aquello también pasaría.

Y tanto.

Jorge Lucas jamás ocultó su enfermedad. Antes bien, a través de InstagramFacebook publicaba sus pasos, la evolución de su proceso.Era maravilloso verle reír (esa sonrisa tan divina y tan suya) cada vez que comentaba alguna novedad de su enfermedad. Sus amigos lo visitaban, y hasta le cantaban saetas en la habitación, y se iban de palmas y alegría. Esta gente artista… Y apareció en varios medios de comunicación con su aspecto de enfermo de cáncer sin tapujos, con normalidad, con alegría. Su proceso fue un ejemplo para todos, pero sobre todo para él.

Que tuvo días malos no lo dudo, pero supo sobreponerse a todos ellos, a las molestias de la quimioterapia en los dedos, en los tactos; el riesgo de coger una infección o que la medicación dañase la producción de la médula ósea. Todo eso y más lo vivió con delicadeza, con asombro y, sobre todo, con una sonrisa.

Nunca se olvidó de sonreír. Y una vez me escribió un mensaje: Sonríe.

El tratamiento terminó y no quedó restos de linfoma en su cuerpo. Nadie está libre de enfermedad (al menos médicamente) hasta pasados 10 años sin que se registre ningún resto de la misma en el cuerpo. Esas expresiones banales: He vencido al cáncer, por ejemplo, son falsas. Hay que estar vigilantes y sonreír, como Jorge Lucas ha hecho, y seguir adelante. Ahora le quedan cientos de exámenes periódicos que, si saca buena nota (como lleva haciendo) se irán alargando en el tiempo, disminuyendo en número, hasta que la frase mágica: Libre de enfermedad cancerosa le cuelgue en el pecho como una medalla. Pero está en el buen camino y sé que con esa alegría, esa disposición, ese vencer sobre los miedos y los rencores, lo conseguirá.

Jorge Lucas ha aprendido. Un alma noble se eleva más allá del resentimiento y de la inicial autocompasión y los trasciende, haciéndose más grande, más hermoso, más puro. No niega en decir que la Enfermedad es lo mejor que le ha pasado nunca. Y es cierto, para aquellas almas grandes que consiguen la ganga de oro en un destino atroz. Por eso, agradecido del amor y de la oportunidad vivida, ha creado una fundación: Besos en el alma, para apoyar con lo mejor que tenemos los hombres: nuestro corazón, a personas que pasan por trances semejantes.

Mucho lamenté no haber estado en la fiesta de su presentación. Quiero darle un abrazo azul y guapo como es él, viniendo yo también de un viaje parecido que terminó sin querer hermanándonos en cierta manera, pero pronto podré hacerlo. Mientras tanto y el mundo se ordena en su belleza, para hacer de él un lugar mejor, repartamos besos en el alma y hagamos nuestra esa receta que Jorge Lucas ha conseguido extraer de su Enfermedad: Sonríe, y hazlo siempre. Y así todo, todo, irá mejor.