Lo conocí hace unos seis años, y se ha convertido en ese tiempo en el perfecto compañero de trabajo y en uno de los mejores amigos que alguien como yo, que seguro poco lo merece, puede tener.
Nada hay de él que me irrite. No hemos tenido en todo este tiempo, en todas las horas eternas que hemos compartido juntos, una palabra más alta que la otra ni un desencuentro digno de mención. Sin pretenderlo, nos hemos llegado a entender con la mirada, y conseguimos llegar a un consenso casi sin argumentos, empleando la mínima cantidad de palabras posibles, aceptando las ideas peregrinas de uno y del otro, aplicándolas en un tiempo definido por nuestras propias ganas, y con un respeto que ha excedido siempre los límites de la educación más sobria.
En Sander de Lange todo es energía. Una energía electrizante, que fluye desde esos ojos azules siempre dispuestos a luchar por lo que cree y a trabajar sin descanso. Es difícil estar a su lado y no dejarse atrapar por ese torrente de alegría que nos lleva siempre a hacer lo debido; por esa cascada de felicidad por vivir lo que más ama. Porque él es médico, y uno muy bueno, de los pies a la cabeza. Un médico que se dedica a su arte, que se sabe artísticamente impecable, y que trasciende, haciendo lo que desea, volviéndose inmortal. Porque nadie es menos sólido y más espíritu que aquel que hace lo que en realidad ama. Y él ha nacido para practicar la Medicina, para vivir la Medicina y para ser lo que es: un médico excepcional.
Sander de Lange es holandés. Rubio como el sol; pálido como el mediodía. Y con unos ojos azules brillantes, bujías en ese rostro norteño, caucásico, que enmarcan una mente cuadrada, poco habituada a la ligereza y a la flexibilidad. Y esa incapacidad, que en otros sería irritante, en él es sólo admirable, un rasgo característico y único. Y es importante que sea holandés, porque, aparte de políglota, y de su capacidad de adaptación que sólo amplifica el amor, esa certeza de carácter, esa entrega a todo lo que hace, es un rasgo heredado de esas tierras de hombres cabezotas, tan dispuestos a ganar tierra al océano con la misma impasibilidad con la que ordeñan una vaca o siembran campos enteros de tulipanes: pertenece a una raza cabeza dura, precisa y, en contra de lo que se pudiera pensar, alegre y amable con todo lo extraño.
Llegó a mi vida, y a la de muchos otros, como una sorpresa, en forma de viento fresco, dispuesto a dar todo de sí sin pedir nada a cambio. Y nos reconocimos en lo distinto, en la novedad, y me sedujo su total entrega, su constante fuente de actividad, su ansia de saber, de experimentación y su casi total carencia de miedo. Por él he hecho cosas que nunca me hubiese si quiera propuesto, y he conseguido alcanzar fronteras muy lejanas arrastrado por la fuerza de ese cometa naranja.
Nunca me he sentido mejor médico que a su lado. Nunca he sido mejor persona lejos de él. De normal tranquilo y poco aventurero, gracias a su gravedad de planeta en eterno movimiento, ha conseguido de mí muchas locuras, todas sensatas, y un apoyo sin parangón en todo el tiempo que llevo ejerciendo una profesión en la que aún me pregunto día tras día si hago lo correcto o si valgo para ella.
A su lado nunca tuve dudas. Él las diluía todas con una sonrisa perfecta, con su lenguaje español repleto de errores gramaticales, tan graciosos y dulces, cuya corrección apenas le comentaba porque esa imperfección formaba parte de su encanto, y verlo enfrentarse a esos errores, que a otros simplemente irritaría, con tanta alegría y tanta humildad, era una lección de vida.
Trabajamos codo con codo desde las horas más tempranas; nos repartíamos todas las tareas, desde las más ímprobas a las más excitantes; y nos llenamos de ese respeto ansioso y alegre a pesar de ciertas diferencias que, gracias al tiempo, fueron desapareciendo hasta quedarse olvidadas en los rincones más perdidos de una amistad que nació desde el primer día que nos conocimos.
Nos hemos visto casi a diario en todos estos años; hemos viajado juntos y compartido alimento y habitación. Estuve en su país durante pocos días, y quiso que me comportase como uno más. Ese país de gigantes, en el que él parecía una excepción (que no es tal, porque nadie es más holandés que mi holandés) me acogió con la misma alegría sana con la que él me aceptó en su vida, y juntos emprendimos esa aventura extraña con la misma confianza a la que yo me entregaba en cada uno de sus proyectos. Comí sus platos típicos; caminé por sus calles empedradas, disfruté de ese tiempo melancólico y húmedo que me es muy querido, y me fascinó la eterna dejadez de unas ventanas por siempre desnudas. De resultas, una gran experiencia y la constatación de que, según sus palabras, yo merecía ser tan holandés como él.
Todo en él es admirable: su mujer encantadora, su niña de carácter indomable; su eterno respeto por el paciente, por el compañero, por la enfermera, la auxiliar y el personal subalterno, aún a costa de poder rozar el abuso y el exceso de confianza. Su rigidez de tres siglos atrás; sus ideas preconcebidas; sus proyectos, sus ansias de aprender. El eterno motor que nace de un corazón al galope y la energía proveniente directamente del sol.
Estar a su lado me hacía ser mejor profesional, me hacía sentir amor por el trabajo. Verle cada mañana para mí era un soplo de alegría, porque, en las brumas en las que día a día me encontraba, un rayo de sol penetraba en mi interior y despertaba mi lado más juguetón, más arriesgado y más responsable. Sander de Lange es uno de esos seres maravillosos que hacen del mundo un lugar mejor; un lugar en el que vivir y jugar y aprender, libre de miedos y de prejuicios, porque es en sí mismo una estrella, un planeta habitado por miles de vidas sin igual, y dueño de una generosidad que apenas conoce límites. Decir que lo quiero es una redundancia. Decir que ya lo extraño no es más que caer en la obviedad. Pero es cierto. Y seguro extrañaré a la persona que él me hacía ser con sólo su presencia, y a la vitalidad que me inflamaba cada mañana del eterno año, cuando llegaba sonriendo, húmeda la cara por la lluvia o achispada por el frío, llenando el ambiente con la estridente alegría de sus «¡Buenos Días!»
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