De chiquillos, encajar en el círculo de amigos. Que se notasen nuestras cualidades y que pasasen desapercibidos nuestros defectos; sacar el curso en limpio, ser escogido de los primeros en la ronda preliminar de un partido de pelota; que el trabajo que nos quitó el sueño mereciese buenas calificaciones y el acto de fin de curso fuera un éxito. Tener muchos amigos con los que jugar en la calle y reunirse en la acera y charlar de nada y de muchas cosas; ser perfectos, destacar, ser distintos pero iguales, y crecer. Crecer ya.
De adolescentes, además, gustar. Gustar mucho. Ser guapo, bailar medianamente bien; hacer reír y hacerse el interesante; comprarse con éste o aquél y salir victorioso; perder una amistad por un comentario ácido y reconquistarla con un gesto heroico: una nota escrita, un regalo importantísimo, una cesión de nuestra voluntad. Sentirse deseado y querido, amado e ilusionado; saber quién nos gusta y porqué. Y encajar en el mundo. Y escapar de quienes somos si no cumplimos las expectativas y hacer realidad las expectativas de otros.
A los veinte el amor se expande, se hace múltiple, variado, increíble, lo concentra todo y desconcierta, lo define, lo moldea. La sensualidad, el rechazo, la aceptación, el éxito, el fracaso. Y nos hace más mudos o charlatanes y soñadores en un nudo increíble de estabilidad única.
Los proyectos se observan y se atacan, se aceptan riesgos, se repliegan miedos y sinsabores. Las zozobras siguen dejando huella, pero sus cicatrices son todavía demasiado ligeras para que nos estorben. El miedo agazapado en los años anteriores aflora en adicciones, huidas, errores, fracaso. Y vergüenza. Y deseo increíble de destacar con una carrera brillante, o una cartera llena, los cuerpos más marcados, las telas más lujosas, el momento de la última moda, la flor en el ojal y la sonrisa pícara. Ese instante en el que todo es posible y nada, en realidad, ocurre.
Las cosas que importan cambian, maduran, se hacen pesadas, nos aportan sentido, nos aligeran el vuelo. Ese vuelo que, si se tiene suerte o inteligencia, destella desde el comienzo de la vida, pero que a la mayoría nos lleva años encontrar. Y entender. A veces nos cuesta la muerte, pero eso es lo de menos. Y llega el momento del tiempo perdido, ese instante en el que nos damos cuenta que hemos estado equivocados y lo que creíamos un camino recto es, en realidad, una carretera escarpada con vertientes profundas, llena de baches que nos retrasan, que nos obligan a parar y, a veces, a dar la vuelta. Y nos damos cuenta que las cosas que importan están llenas de detalles: el atardecer con suave viento que levanta nuestro pelo y nos cosquillea la nuca, el brillo de una lágrima; la mirada atenta que quiere aprender o comprender y que escucha; la voz suave, la caricia discreta; la belleza que, de fugaz, aún esconde en una arruga el mapa de lo increíble; las canciones que evocan un tiempo que anida en el corazón y la discreción que nace de la emoción de saber que aquello que hemos dado a la vida de verdad importa, sea del peso que sea, pues está lleno de eternidad: nuestra experiencia, nuestra voluntad, nuestras lecciones, nuestro aprecio real por las cosas que importan.
Ser nosotros mismos, libres de compromisos hacia nosotros y los demás, y de prejuicios y de juicios, permitiéndonos disfrutar del momento por más imperfecto que sea, y buscando aprender, aprender siempre, algo nuevo, algo difícil, algo que simplemente nos llene de alegría, sin competitividad ni comparación ajena. Solidaridad de corazón, pasión de corazón, generosidad de corazón… Ese camino de losas amarillas que nos lleva, de vuelta, al verdadero hogar: nosotros mismos.
Las cosas que importan…
Me encanta todo lo que escribes Juan Ramon. 😘😘
Muchas gracias, Chus!!