Oír, escuchar, comprender

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Medicina/ Medicine

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Fui a buscar al oncólogo para que me explicara el cambio en la propuesta terapéutica de mi madre. Se había establecido un cronograma con el que habíamos quedado conformes: cirugía, radioterapia posterior, hormonoterapia. No quimio. Pero ahora se había producido un giro en el plan con el que no contábamos mi madre y yo. Al parecer el oncólogo tenía dudas.

Dicho cambio se le había comunicado a mi madre sin prepararla para ello. Yo no estaba presente. Y aunque lo hubiese estado. No debería haber cambio entre la comunicación médico-paciente fuese la madre de un colega o no. Aunque sé que si hubiese estado junto a ella, la notica hubiese sido dicha, y quizá asimilada, de otra forma. Ella salió entera pero my preocupada por ese cambio inesperado, y posteriormente me lo diría por teléfono casi al borde del llanto. Ella tenía cáncer, yo no. Y por supuesto, tampoco lo tenía ni la cirujana ni el oncólogo.

Dejando detalles técnicos aparte que llevaron a esas dudas en el plan de terapia del cáncer de mama que padece mi madre, el problema real que yo veía era ese hiato insuperable entre la intención del médico, sus propia visión profesional, sus ansias (y nada dispara más las alarmas que tratar a familiares de colegas) y las del paciente que está tratando. Es casi imposible evitar mezclar nuestras expectativas sobre nosotros mismos y las del paciente, nuestra intención de hacer lo mejor que sabemos hacer (y ser) y las del paciente, que desea ser curado por un lado con el menor dolor, y por otro, ser oído, y comprendido, en su dolencia.

Oír, escuchar, comprender. Tres verbos que deberían estar grabados en nuestro corazón. En Medicina. Pero también en la Vida así en mayúsculas, y en la vida pequeña, del día a día.

Fui a buscar a mi colega y le pedí que me aclarase el cambio. Me explicó sus dudas, su deseo de aportar el máximo de posibilidades en vistas a una «curación» (y no, amigos, no hay curación con el cáncer, ni es una batalla que se gane, ni es una lucha diaria: es vivir en constante riesgo, es enfrentarse a la debilidad, al miedo a nosotros mismos, a sufrir; es aprender a vivir al completo cada segundo, y eso es una lección durísima y difícil de aceptar) o, como me aclaró al recordar que estaba hablando conmigo, una alta posibilidad de estar libre de tumor en los plazos de cinco y diez años (así medimos realmente el éxito de cualquier terapia, en términos de supervivencia). Así, su tipo de tumor, ya per se con alta supervivencia ajustándose al plan inicial, podía beneficiarse de un 5% más de posibilidades si se le sumaba la quimioterapia. Asentí. Pero no.

Mi madre es una mujer sana, dentro de su edad, con una vida rica, que le permite hacer lo que desea; le gusta estar guapa, arreglada; le gusta pintar, bordar, salir a dar una vuelta, estar en su hogar. Tiene una buena calidad de vida. Y se nos olvida que la vida, la Vida, es calidad; de nada nos sirve estar vivos si no podemos disfrutar ni un segundo de ese regalo, de ese placer. Ella lo sabe. Lo ha tenido siempre muy claro. No le importa vivir diez años más, si ello supone mermar sus gustos, su independencia, su disfrute pequeño de los días que pasan. Sabe que tiene cáncer y lo ha asumido con entereza; se ha sometido a cirugía y ahora a radioterapia; sabe que tiene que tomar una pastilla todos los días durante cinco años, pero no quería oír hablar de quimioterapia ni antes de saber qué tenía, ni ahora. Es su voluntad. Su voluntad como persona y como paciente. Y se había sentido engañada como paciente y como persona al saber que deseaban cambiar un plan terapéutico sin comentarle nada, sin tener en cuenta precisamente eso: su vida. Y eso, no.

Le dije directamente a mi colega que siendo yo el que lo tuviera, por un 5% más de probabilidades no me sometería a la larga tortura de una quimioterapia: proceso eterno, indolente, que requiere una capacidad vital para la recuperación enorme (y no hablemos aquí de los problemas durante la terapia, que dan para mucho), que yo, sano, no estoy seguro de tener y mucho menos mi madre, dueña de una edad madura maravillosa, pero madura.

Lo miraba mientras se lo comentaba. Como hago siempre. Y me daba cuenta que no me entendía. No cabía en su esquema mental que me negase a esa posibilidad. Y yo mismo me preguntaba cómo era posible que no me entendiese. Empleábamos los mismos términos, pero desde primas diferentes.

Respiré hondo y detuve mi perorata, comprendiendo de súbito que no íbamos a llegar a ningún lado. Y supe en ese instante qué le aquejaba. Su necesidad de ofrecer lo mejor a sus pacientes, su deseo de que se libraran de una enfermedad laboriosa, era mayor que su sentido común; no entendía, no entendía, que alguien escogiese vivir con una enfermedad, pero vivir bien, con ese riesgo aceptado en vez de entregado a un tratamiento brutal que lo ataría a un lecho sin garantías, o con apenas más garantías que las que ya contaba por la propia naturaleza del tumor. Supe que no íbamos llegar a un acuerdo satisfactorio para él. Hasta que me dijo:

– Quien decide es la enferma.

Faltaría más. Sonreí.

– Obviamente. Ni tú como su médico ni yo como su hijo. Es algo que todos tenemos claro, ¿no?

Sonrió un tanto benevolente. Pensaba que al final se saldría con la suya. Como si eso fuese lo importante.

– Vamos a hacer un nuevo test sobre el tumor, es lo más preciso que tenemos en materia de probabilidad de recurrencia [reaparición] del tumor. Y según nos diga podemos decidir con más seguridad. ¿Te parece?

– Perfecto.

Sonrió más relajado. Y yo. Él tenía un arma con la que argüir sus bien intencionadas medidas terapéuticas, y mi madre ganaba una semana para pensarlo mejor.

Salí de su consulta sabiendo que se le ofrecía esa oportunidad de meditar porque era mi madre. Su caso es lo que llamamos frontera: ni bueno ni malo, de esos difíciles de decidir: todo lo que se haga es bueno sin llegar a ser magnífico; todo lo que se le añada como tratamiento sólo busca asentar las buenas posibilidades que ya tiene de por sí el caso, como asegurar con un dique nuevo la contención inicial de la primera estructura construida.

Me pregunté a cuántas mujeres, a cuántos pacientes, se les daba también esa oportunidad.

Cuando fuimos a la consulta, al día siguiente, observé desde fuera la relación médico-paciente, ese juego imperceptible en el que sin embargo las decisiones adoptadas transforman vidas, trazan destinos.

El oncólogo con su postura férrea, mi madre con la suya. Ambos con las mejores intenciones. Pero había algo que faltaba en ese diálogo: él oía, pero no escuchaba, y no comprendía la postura de la paciente. Mi madre, al contrario, lo entendía, pero argüía, con ese enorme sentido común que la caracteriza, sus razones. Diez minutos después, él le comunicó la prueba a la que iban a someter a su tumor y ella aceptó.

– Todo sea para que tengamos sobradas razones para tomar una buena decisión.

Le dijo el oncólogo. Ella asintió. Se dieron la mano y salimos de allí.

– Un buen hombre -me dijo mi madre ya en el pasillo-. Pero no me gusta.

La miré asombrado. No porque ella no acostumbrase ser directa, si no porque él había sido correctísimo, algo rígido, pero muy amable.

– ¿Y eso? No te dijo lo que querías oír.

Ella siguió con su tono calmado:

– No. Hace su trabajo. Pero mal.

– ¿Mal?

– Sí. Porque no me ha escuchado. Yo entiendo su postura. Es su labor darme todas las armas posibles para curarme. Pero es su deber entender mi decisión, porque es mi vida y mi salud, no la suya. Y si no me quiero someter a un tratamiento y le explico el motivo, su deber es entenderme, no ser condescendiente. Hay una gran diferencia. Y no tengo que explicártela ahora. Estás muy mayor para eso.

Le sonreí, sin decirle que sabía perfectamente a lo que se refería. Puede que ella no supiera la angustia que, como profesionales, nos atenaza muchas veces, la cruel necesidad que nos obliga a dar todo lo que podemos para alcanzar la restauración de la salud de nuestros enfermos. Una obsesión que puede nublar nuestro sentido común. Eso es una debilidad que debemos detectar y minimizar, pues no podemos eliminarla de un plumazo,  y que pocos, en realidad, somos conscientes de su existencia. Y sin embargo yo era uno de ellos, y también fui un enfermo, y un familiar de un enfermo, y muchas cosas más. Qué complicados somos a veces los seres humanos.

Mi madre iba a negarse a la quimioterapia sí o sí.

– ¿Cuánto me queda por vivir? ¿Cinco años? ¿Tres? Lo que sea, estoy de prestado. Vivámoslo entonces como debe ser, quiero salir y estar al sol, encender la chimenea y sentarme a su lado pintando, quiero bordar y seguir saliendo con tu tía si me apetece a dar una vuelta, viajar si puedo permitírmelo, teñirme el pelo y llevar la coleta que he llevado media vida. El precio por unos años más de vida es muy alto con la quimioterapia para la sencillez con la que vivo; hay que pensar en vivir al máximo, no en arrastrase y dar trabajo gratis. A mi edad, la vida es para sentirla, no para dejarla ir en medio de tonterías.

Era su vida. Y tenía razón. Había que oírla, escucharla y comprenderla.

Hace unos días, en una guardia, me llamaron para valorar un enfermo de Parkinson ya mayor, encamado desde hacía tres años; sus familiares querían que se le diese la mejor atención y eso incluía la posibilidad de ingreso en UCI.

A la colega que me había comentado el caso le di una negativa cortante. De todas maneras, subí a valorarlo, como hacemos siempre. Por el camino (ahorro aquí la explicación de subir a pie seis pisos porque el ascensor no daba llegado), me arrepentí de mi brusquedad. Es que ya debería salir de nosotros mismos estas decisiones. En fin. Diciéndome a mí mismo de todo, llegué a la planta. Y fui directo a ver al enfermo y después hablé con su familia. Tres personas, pendientes de una hija del paciente que estaba de camino.

Les informé de sus posibilidades, de lo que le haríamos si lo ingresaba. De lo que significa prolongar una situación que no tiene salida. Creo que me entendieron y aún así temiendo lo peor, me dirigí a hablar con mi colega con la firme intención de ingresarlo, para ahorrarme (lo reconozco) tener que hacerlo a horas más indecentes ante la supuesta terquedad de su médico.

Me llevé una sorpresa. Mi colega no deseaba ingresarlo. En el fondo, lo que quería era mi ayuda para hacer entender a la familia que las posibilidades del enfermo eran nulas y que lo mejor era aportarle los cuidados paliativos que necesitase para que no hubiese sufrimiento por ambas partes. Suspiré, aliviado.

Me había equivocado. Y qué dichoso estuve de haberlo hecho.

Con energía renovada volví a reunirme con la familia. Ya había llegado la hija que faltaba. Sus caras de angustia me afectaron un poco. Y por un momento, detuve el fluir de mis pensamientos y abrí los ojos y los oídos: les dejé hablar, los oí, los escuché y los comprendí.

La hija tenía miedo, primero, que lo que tuviera pudiese ser tratado y salvado; segundo, que lo veía sufrir y la angustiaba todo. Debí haberlos llevado a un lugar donde sentarnos, pero no lo hice. En vez de eso, cambié el tono de mi mirada y acerqué mi postura a ellos. Supe el camino por el que tenía que transitar y les tomé de la mano para que viajaran conmigo.

Les expliqué la evolución del Parkinson y las causas habituales de muerte cuando la enfermedad evoluciona, como era el caso. Les expuse e intenté garantizarles que mis colegas y yo vigilaríamos por la integridad del paciente y por la de la familia, y que veía un error ingresarlo en una unidad que sólo le ofrecería prolongar una situación que no tenía futuro.

Suspiraron aliviados. Entendieron. Me entendieron. Y por encima de todo, yo les comprendí. A ellos. Y a mi colega, desbordada por la falta de conexión con la familia.

Resolvimos la situación como deseábamos, y todo volvió a la normalidad.

Era lo mismo que el caso de mi madre con su oncólogo. Lo mismo que nos pasa en el día a día a todos en todos los niveles.

El resultado de la prueba del tumor de mi madre llegó. Fue mejor de lo que esperábamos. El oncólogo me llamó todo ilusionado para darme el resultado.

– Tenía razón tu madre -me dijo-. Una mujer muy perspicaz. Toda una dama.

Sonreí para mis adentros. No necesitaba quimioterapia. Ahora había más certeza. La angustia de su médico disminuyó y mi madre suspiró tranquila. No quería mandarlo a hacer gárgaras y ya no tendría motivos para eso, pues, aún su incapacidad para escucharla y entenderla, ella era consciente que la había oído y con eso le bastaba.

Y porque sí, además de guapa y elegante y ser todo corazón, mi madre es una dama.

Ahora toca enfrentarse a otros problemas, los que vayan llegando, con ánimo renovado.

Oír, escuchar, comprender… Cuánto tenemos que aprender.

9 comentarios en “Oír, escuchar, comprender

  1. Creo que eres un médico extraordinario y estoy segura de que tú escuchas a todos los pacientes. Dale un beso a tu mami . Mi madre diría exactamente lo mismo . un abrazo para ti .

  2. Hola Juan, no sabía nada de lo que estas pasando con tu madre, la verdad que los últimos años te llegan todas juntas, así es la vida, y tu madre una gran dama si señor, es cierto, los médicos muchas veces en su afán de curar se olvidan de tener mas empatía con el enfermo, de escucharle, de saber que es lo que espera o quiere, porque no todas las personas están dispuestas a sufrir con la quimio y sus consecuencias.
    Recuerdo una paciente que llego a Rea, la mujer vivia sola, en muy mal estado, no tenía medios económicos, su edad 70 años, le faltaban las piernas, los médicos querian operarle y ella se nego, dijo ! que mierda de vida tengo, para que voy a seguir viviendo! dejenme morir en paz, y así fué, le llevaron a planta y fallecio a los pocos días.
    La vida si no es con calidad no merece ser vivida, porque en vez de vida es agonia.
    Un abrazo y mucho ánimo que aun vas tener madre para rato.

  3. Bravo por ella! Me gusto mucho aquel día que la conocí, aunque era un día muy triste. Espero de todo corazón que vaya todo lo mejor posible, y sobre todo que siga haciendo todo lo que pueda y que siga así de guapa. Un beso para ambos.

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