Que el mundo es aquello donde nuestra atención se fija no es novedad. Aún más, podemos afirmar sin atisbo de equivocación, que así es la vida: rayos centralizados en nosotros mismos que, de vez en cuando y fruto más de la casualidad o del roce que del rapport hacia otro ser humano, consiguen tocar a los demás de forma desinteresada, o al menos con escaso interés egoísta.
No está mal que las cosas sean así. Como el exceso de información, una implicación expansiva en la vida de los demás, dejando de lado nuestros intereses es tan dañino como su contrario, demasiada velocidad centrípeta nos a-isla, nos lleva al distanciamiento, al desapego.
Sin embargo, y más en la actualidad, vivimos períodos de gran inestabilidad emocional. La situación económica, que es más importante que nuestra propia situación como sociedad y como individuos, ha desestructurado vidas, ha deshecho familias muchas veces (cuyos lazos puede que no fuesen tan fuertes después de todo) y nos ha arrojado a un estado de constante insatisfacción y de miedo. Con todo, esto nos lleva, en un camino centrífugo igual de riesgoso, a un exceso de atención exterior, a un constante comportamiento analítico e impositivo de la realidad que nos rodea: una forma particular, pero real, de vivir en el presente. Nos alzamos como los más finos moralistas, dueños de una razón que no excede el límite de nuestras conciencias; somos capaces de opinar, es decir de juzgar y sentenciar, gustos ajenos, opiniones diversas, hasta opciones de vida tan válidas para algunos como incorrectas nos puedan parecer a nosotros.
Estamos en campaña electoral. No me interesan las propuestas partidistas, pues parto de la base que no cumplirán sino aquellas que les queden más a mano; soy consciente que el poder actual (bueno, quizá siempre haya sido así) sólo permite una forma de actuación y cuyas diferencias de expresión se basan más en tonos que en soflamas, en formas de desarrollar las parcelas que el mismo poder nos permite para poder crear un gobierno, una construcción comunal.
Me aburren todos los políticos, todos. Son políticos como los abogados son abogados y los periodistas, periodistas. Ni nos ofrecen más ayudas ni soluciones; todo lo contrario, viven (corriendo el riesgo de generalizar) para cumplir unos fines ideales, es decir, formados en el mundo de las ideas, que suelen darse de cráneo cuando intentan adaptarlas a la realidad, y quizá su brillo resida más que en la calidad de las ideas o de las soflamas, en su capacidad para adaptar las buenas intenciones (porque también las tienen) al presente de la sociedad; en otras palabras, con una repercusión mínima sobre el día a día, pero a la vez tan profunda, que cambios nimios lleven a evoluciones profundas en la psique y en la forma de actuación de la sociedad. Por eso me aburren. Trabajan a saco una vez cada cuatro años (y con la cantidad de elecciones que tenemos en España, digamos que cada dos años están dándolo todo) empleando el mismo discurso, las mismas ideas manidas, los mismos lamentos o ataques.
La expectación generada con los debates se me muestra así pueril; mejor dicho, poco práctica, pues no sacaré nada en claro de esa exposición gratuita de un supuesto ideario que es más plástico de lo que nuestro orgullo nos permite aceptar y del que, por lo demás, ya estamos más que saturados tras vivir años convulsos de incertidumbre y de sequía.
Ayer estuve de guardia. Uno de esos días que deseamos estar mejor en casa que en ningún otro sitio. Al mismo tiempo el debate político estaba servido en bandeja de plata en televisión y en las redes sociales. Nada como seguirlas por Twiter o por Facebook, el ingenio de los espectadores es único, lo mismo que sus afiladas lenguas y sus más que sarcásticos comentarios. Así que a pesar de estar bastante ocupado, pude percibir las reacciones de la gente ante el espectáculo televisivo.
Me apena que sigamos conectados de esa manera a algo que sabemos que está establecido de antemano, reglas de un juego rígido donde los pactos flotan sobre las actitudes, donde las ideas se venden al ejercicio del espectáculo. Algo que no me parece mal, siempre que seamos conscientes de ello. Pero no lo somos.
En contraposición a esa irrealidad tan vívida, esta noche tuve que sedar e intubar a una paciente que vomitaba sangre tras haberla inhalado y llevado a sus pulmones, fruto de una enfermedad hepática heredada de su afición al alcohol; tres pacientes, con distintos grados de lesiones cerebrales múltiples, se contorneaban sobre sí mismos en medio de estados de agitación mental que pocas medicaciones (salvo la sedación completa) pueden detener, y que ponen a prueba la paciencia más profunda, labor que recae en el equipo de enfermería y auxiliería y celaduría más que en la del médico, salvo que esté tan liado con otros pacientes que acabe desbordado por tamaño escándalo. Otro, ahogándose por el acúmulo de agua en sus pulmones que su riñón recién trasplantado no podía achicar; una paciente luchando con una infección y un cáncer que la consume; un abuelo agitado por la falta de alcohol y, por último, una paciente con gran inestabilidad emocional, enganchada a cuanta sustancia psicotrópica hay en el mercado y al alcohol (nada mejor para bajar las pastillas, doctor) que había ingresado por haber ingerido una cantidad bastante generosa de pastillas de todos los colores aderezado con güisqui de mala calidad… ¿Un debate donde se discuten, o más bien se muestran y se disculpan, posiciones y puntos de vista, anunciado a bombo y platillo, me iba a enseñar más de la vida, de la realidad de la vida, que todo ese espectáculo que había ayer en la UCI? No. Y nunca lo hará. Porque el mundo de las ideas, el mundo del papel, que todo lo aguanta y que en esencia es bueno pero etéreo, irreal, jamás podrá concebir ni engendrar realidades si no se pliega al presente, si no se amolda a las necesidades reales de la sociedad a las que van predestinadas.
Y nadie es más que nadie, ni una postura más perfecta que la otra, ni mucho menos más moral o más pura. Ni nadie está por encima ni por debajo: en una cama de hospital todos nos medimos por el mismo rasero, pues el destino de todo nacimiento es morir, a poder ser con los menores sufrimientos posibles. No importa que se viva en una jaula de oro o en una chabola de adobe o bahareque. Siempre, siempre habrá un momento en la vida de todo ser humano en el que se desnude de todo atavío y se dé de bruces con la realidad. Esa realidad que vivo diariamente.
No quiero saber nada de política, porque las cartas están echadas. Sólo ciertos acordes pueden cambiar, alguna nota colorista, algún verso libre, nada más. Cada puesto tiene su peaje, y el poder siempre pasa la misma factura. Así es como yo veo el debate político de ayer, y cualquier otro, manipulaciones que nos llevan a olvidar, con esas cortinas de humo, el verdadero objetivo de nuestra vida: vivir de la mejor forma posible y con el mínimo daño a los demás. Ningún político nos dirá esto, ni ninguna ideología que se ocupe más de sí misma que de lo que le rodea.
Esta mañana temprano, ya recuperada, la paciente del mar de pastillas quería irse, pedía el alta voluntaria. Con esas maneras tan educadas que caracterizan a este tipo de paciente, mezcla de manipuladores e histriones, daba patadas en la cama, levantaba el torso y amenazaba con arrancarse las vías, las sondas, y salir desnuda a la calle. Tras intentar razonar con ella y llegar a un acuerdo, todo pareció aquietarse. Sólo por cinco minutos. Y volvió a empezar: no veo yo diferencia alguna con el mundo del poder político. Ya irritado con su tono grandilocuente de fiera herida, le espeté lo que habíamos acordado y comencé a demostrarle, con pequeños gestos, que estaba dispuesto a cumplir mi palabra: no veo yo diferencia alguna con el mundo del poder político. Salvo una: cuando terminé de exponer mis capitulaciones, ella se me quedó mirando y con una sonrisa maquiavélica gritó:
- ¡Sácame esta sonda de mi coño ya!
¿Quién quiere discutir por un debate espúreo cuando recibe semejante baño de realidad?
La miré indiferente y no le dije nada más. Llamé aparte a su enfermera y le indiqué las instrucciones pertinentes: se la sedaría durante unos minutos para que ella pudiese trabajar en paz y así, cuando se despertase la enferma, se vería libre de cualquier atadura y podría irse en paz si era de verdad lo que le apetecía.
Veinticuatro horas sin dar tregua y terminar así… Lo siento, demasiada realidad, incluso para mí.
De impresión. De impresión.