En tus ojos lo veo todo. Las luces de la calle, su solead sonora, el repiqueteo de la lluvia en las aceras. Tu cuerpo echado a un lado, a mil metros de mí.
En tus ojos siento mis lágrimas, que parecen rebasar el balcón de mis pestañas. Pienso en ti, que duermes como si nada, cuerpo abandonado de toda dicha ajena al sueño, soñando seguro con algo lejano a mí.
Podría decir que me estoy volviendo loco. En realidad, muero de tristeza. Se me nota en la voz, se me escapan en los suspiros de boca abierta. Intento tocarte, pero estás tan lejos en esta cama enorme, que parece un planeta deshabitado. Nuestro lecho es un océano que separa dos mundos cuyas costas ya no se conocen, o se han aburrido de quererse.
En los ojos veo que ya no me quieres. O me quieres distinto. El paso del tiempo madura el amor y a veces también lo desgasta. Tus labios tienen un rictus algo amargo, que casa tan bien con esa pequeñas arruguillas en las sienes. Ya hay alguna hebra de plata en ese cabello de oro, y me doy cuenta, como revelado, que nos hemos hecho más mayores y que la vida pasa, como la noche y la lluvia y la tormenta de repente, anclándose en otras dimensiones, en otros planetas.
El reloj cambia minuto a minuto al tiempo. No importa. Los segundos parecen congelados en las sonrisas que ya no tenemos, y en las caricias que a veces nos damos mecánicamente, como cumpliendo un rito. Antes era un milagro, lo veía en tus ojos, cada beso, cada tacto, esa piel sentida y achispada, con olor a madera y a flores abiertas, desplegadas y únicas. Y en la risa y en el silencio. Ahora es pesado como un secreto, y el incienso del sacrificio inunda nuestro hogar: has cambiado de perfume y te has cortado el pelo. Ni la bella melena rubia cubre ahora la almohada, que te desnuda la nuca hermosa, la espalda de bramante, entretejida y fuerte como nuestro amor. O nuestro cariño. O el brillo de tus ojos y los míos.
Cierro mis ojos y veo los tuyos: el brillo de unas pupilas dilatadas por el alcohol y a veces por el deseo. Y tus dedos recorriendo una y otra vez la autopista de mi pecho, ensortijado a veces, a veces enredado en unas caricias que se quedaban a anidar en mi vello para siempre. Y la lengua graciosa y los labios suaves, desplegados como velas en la mar, y la fuerza que eleva los cuerpos y las llamas que purifican las intenciones y que reducen todo a la nada.
El amor, por ejemplo. Y el brillo de tus ojos.
En tus ojos veo que pronto te irás. O que me marcharé yo. No puedo dejar este lugar hermoso que hemos creado juntos; tus libros, mis películas, todo aquello que tiene un origen común. No puedo dejarte sin este lugar donde, una vez entre abrazos, me confesaste que era el único en el que serias feliz.
Feliz siempre, conmigo o sin mí.
Y me doy cuenta, así de repente, con un rayo que ha caído muy cerca, que se ha acabado. El cielo se desploma entero en la noche eterna, las paredes tiemblan y tú ni te inmutas, la boca entreabierta, algo seca, y los párpados cerrados; la luz argentina de la calle platea tu pelo de sátiro. Y casi me vuelvo loco, porque la verdad duele más que las acciones, los actos que desvelan las intenciones ocultas: el silencio ante un comentario; un nuevo corte de pelo, un perfume que alguien te regaló y que te ha encantado.
Veo en tus ojos cerrados todo esto. Son las tres de la mañana y no he conseguido conciliar el sueño, porque mi corazón se niega a capitular sus defensas en una batalla perdida mientras tú descansas ya en el triunfo del guerrero. El resultado de una guerra muda, casi sin discusiones, con ausencia de caricias y de ruegos, y que se estrella una y otra vez como las gotas de lluvia en la ventana, y en el duro asfalto.
No hay descanso para mi corazón adolorido. Pero lo he visto en tus ojos antes de quedarte dormido; lo noté en tu mudez de buenas noches, y cuando te pusiste boca abajo mirando a la pared. Ni siquiera una pequeña caricia, ni un te sigo queriendo, o un intentarlo de nuevo o un tal vez. En tus ojos ya está todo dicho y yo debo aceptar, pues no puedo luchar más.
Pero sigo despierto recordando el brillo en tus ojos, la desnudez de sentimientos y quizá el frío de tu corazón. Y mis dedos helados y esta noche que no acaba nunca.