Prólogo/ Prologue.

Literatura/Literature, Los días idos/ The days gone, Medicina/ Medicine

IMG_4421 Las horas pasan con lentitud. Pegadas unas a las otras, simulan un solo bloque visto en perspectiva, cuando la guardia termina y los problemas puntuales y los riesgos adquiridos quedan por fin atrás.

Lo mejor de una guardia es que salimos de ella. No hay mayor sensación en la vida (de eso puedo estar casi absolutamente seguro) que la renovada libertad y el arrebato de alegría que nos embarga cuando conseguimos salir del hospital una vez finalizados los períodos de diecisiete o de veinticuatro horas de trabajo. Nos sentimos invencibles aunque vulnerables; cansados pero aliviados, y nada, ni siquiera el error más nimio (aquel que rondará por la cabeza una vez haya reposado unas horas) puede corroer la completa epifanía de ese instante, que es un momento sagrado. Sentir los rayos del sol, la frescura de la lluvia o un arrebato de viento en la cara no tiene precio. Yo suelo elevar mi rostro al cielo, agradecer ese final épico que secretamente espero desde el comienzo de mi turno de trabajo, y me dejo acariciar por la Naturaleza, arrullar por el juego del viento entre las ramas de los sauces de mi jardín; y cierro los ojos, guardando silencio en honor de esa comunión más pura que ninguna, y dejando que el cansancio lave mis energías gastadas dando tumbos mientras camino en dirección a mi hogar.

Nada de eso se dice en las facultades de Medicina. No se comenta la lucha diaria contra las adversidades no ya de la Enfermedad, sino de las causadas por los propios seres humanos; el miedo ante situaciones difíciles; la amarga responsabilidad, representada por todo un equipo que espera las órdenes precisas para cumplirlas de inmediato, y sus resultados evidentes al poco tiempo; los roces cotidianos, que llevan a amistades cómplices o a equívocos enconados; el sacrificio que significa Servir, en su concepto más amplio y casi místico. No se enseña las realidades del mundo, ni que las enfermedades no siempre son como se reflejan en los libros. La Naturaleza no es lineal porque no es perfecta (aunque su inclinación propia sea al puro equilibrio); la Medicina de las aulas no es más que un compendio de signos y síntomas comunes, generalizados, medidos con el peso de la frecuencia. Pero las excepciones son muchas, tantas que no cabrían en los extensos tratados que manejamos diariamente; por eso se escriben artículos, se describen nuevas variantes, presentaciones novedosas, nuevos descubrimientos que llevan a sintetizar lo que, por lo demás de una forma un tanto ufana, llamamos Literatura. Médica, se entiende; aunque muchas veces, en conversaciones con otros colegas, parece ser la única que existe. Eso y el fútbol, claro, y la política (hospitalaria y general) y los chismorreos de turno. La vida hospitalaria no es como la vemos en las series de televisión: es más aburrida y, a la vez, más apasionante. Pero casi se le parece.

Creo que eso es lo que se debería enseñar en las facultades. A enfrentarse con los problemas básicos, que ignoramos al empezar la residencia después de aprobar el muy famoso examen MIR; a saber identificarlos y resolverlos y también a sobrellevarlos; en fin, no sólo deberían ser clases para oír a alguien balbucear palabras ya escritas y descritas tiempo atrás por otros más avezados o con mayor suerte de preocuparse, reaccionar, describir y luchar contra una enfermedad que adivinan nueva y que toman como causa vital; sino para saber cómo encarar y actuar ante un paciente sin parecer lo que, con claridad, salta al ojo más ciego: que somos novatos en todo.

De esto se puede deducir la pobre opinión que tengo de las escuelas de Medicina españolas; y es cierto. Alguien me dijo una vez (médico, claro), que estudiar esta carrera en España es bastante fácil: se echa a rodar un melón desde el primer año y llegará rodando al último casi sin ningún tropiezo a poco que ponga de su parte.

La educación universitaria en Medicina es pobre, aburrida, caduca y carece de conexión con la realidad. ¿Raíces del problema? Probablemente formas de enseñanza heredadas del pasado, junto con ciertas plazas de profesorado; y ese sentimiento de exclusión que se respira entre las gruesas paredes de los claustros universitarios.

Generalizo porque es lo común. Las excepciones, de haberlas, destacan por sí mismas, y no hace falta señalarlas. Lo que sí es cierto en el batiburrillo de la Medicina de pre-grado es que exige tiempo, mucho tiempo a veinteañeros con poca paciencia y muchas ganas de vivir los primeros sorbos de libertad; y una claridad de ideas que tantos apuntes y nombres y folios y exámenes no permiten tamizar con cuidado. Pero lo mismo se puede decir de las Ingenierías, del Derecho, de Historia o de Farmacia. El que crea que todo se resuelve con poco esfuerzo es un candidato al lastre universitario; y en España existe una cierta y vergonzosa tradición, y es que la gran mayoría de las carreras no se acaban en el período establecido; se dilatan en el tiempo. Eso no existe como regla en otros países; y puede que en esto, como en otras tantas cosas, el viejo tópico de que España es diferente se cimente sobre fondos reales.

Pero, de todas maneras, no creo ser el mejor de los ejemplos para alzar mi dedo crítico, pues me llevó (por distintas circunstancias de la vida) el doble de tiempo terminar con mis seis años de formación pre-grado. Y mis calificaciones nunca fueron estupendas; seguramente por culpa mía, pues no se puede esperar mucho de un examen que sólo se lleva preparando una semana. Ésa era mi media. Cuando conseguía sobrellevar la apatía del estudio, y alcanzaba el más que suficiente período de dos semanas (o incluso tres) de preparación, las notas mejoraban apreciablemente. Pero un vistazo a mis calificaciones arroja como resultado que esos arrebatos de responsabilidad fueron bastante escasos, si no casi excepcionales, y que estudiaba obligado más por las circunstancias prácticas y por una conciencia pesada como el plomo, que por placer.

Lo mismo se puede decir del período de preparación del MIR. Si hubiera sabido lo que me esperaba en el pos-grado, hubiera puesto más empeño y hubiese sufrido menos en ese duro período de prueba que es inhumano y que tensa los nervios hasta el paroxismo. Existe mucha mitología con respecto al examen MIR, como en toda oposición que se precie. Múltiples rumores; recetas mágicas; datos y estadísticas que manejan diligentemente las academias preparadoras: verdaderas rémoras del bolsillo de la ciudadanía. La preparación de cualquier oposición, tenga el nombre que tenga, aunque difícil y autoexigente, debería estar exenta de tanto fariseísmo que sólo busca beneficios a costa de sembrar el miedo y la desesperanza. Estoy en contra de todo sistema alienante. Y la mayoría de estas academias lo son. Se inventan métodos; emplean conexiones en la cosa pública; manejan informaciones tamizadas y reformadas: por una módica suma, casi garantizan un éxito que, en realidad, sólo está supeditado al individuo que realiza la prueba opositora.

Tuve yo dos oportunidades de vivir esa experiencia. La primera vez que presenté dicho examen no tenía la cabeza en su sitio. Estaba descentrado, cansado; recién liberado de los grilletes de la facultad, la sola idea de encadenarme a esa nueva forma de tortura rebelaba ira en mi interior y me complicaba la existencia. Parte de mí sabía que, si deseaba ejercer, era la única vía que tenía de hacerlo (merced a una famosa ley que se construyó para reformar el poco carácter práctico de una carrera eminentemente práctica); otra parte de mí sospechaba que sería demasiado desastroso como médico en activo. Y otra parcela, mucho más pequeña pero no por eso menos ruidosa, estaba harta de tanto lío y sólo quería que la dejasen en paz. Ésa llevaba la voz cantante. Pero ni así. La primera vez que me presenté tuve suerte en el MIR de Familia, como habitualmente llamábamos a aquel examen que aseguraba 3.000 plazas para desarrollarse como Médico de Familia (o de Atención Primaria) y que ahora ya no existe; pero renuncié a esa posibilidad porque me veía incapaz de enfrentarme al paisano de a pie casi con las únicas armas de mi conocimiento (que a la sazón, juzgaba demasiado endeble); así como a otras razones de índole familiar, que han seguido marcando mi destino desde hace ya algún tiempo. Así que renunciar a esa plaza me pareció lo adecuado; claro que no pensé que a otras diez mil personas se les ocurriera lo mismo. Cuando llegó el turno del MIR de Especialidades, con sus 3.000 plazas propias, tuve a bien quedarme fuera por cuatrocientos puestos, cosa que no estuvo mal visto el desastre de preparación que hice, pero que me dejaba en jaque por un año, sin posibilidad de trabajar y sin otra cosa que hacer que dedicarme de nuevo al estudio.

Los miembros de la academia en donde malamente preparé dichos exámenes nada me dijeron de bueno al respecto (tampoco merecía una palmada en la espalda); más bien todo lo contrario. Me parecieron unos ineptos y juré no volver a pisar sus instalaciones virtuales nunca más (la sede oficial de la susodicha academia estaba ubicada en Madrid, y lo que hacía era mandar a sus profesores una vez a la semana a los distintos puntos del país en donde dichas sedes virtuales estaban establecidas.) Más me valdría haber cerrado la boca.

Entre medias, opté por asistir a una entrevista de trabajo que organizaba una conocida industria farmacéutica. Fui a regañadientes, acuciado por la necesidad de trabajar y de aportar ayuda económica en mi casa. De hecho, la cita fue pedida por mi padre, un antiguo y exitoso profesional de las ventas del sector agroalimentario.

La reunión se llevó a cabo en el mismo local que servía de sede a la desalmada academia preparatoria. Aquello no podía deparar nada bueno. Nos reunieron a aquel grupo variopinto de personas disfrazadas con trajes de chaqueta de entretiempo otoñal, en uno de esos salones con forma de mesa redonda, presidida por una ejecutiva disfrazada de hombre, o como una mujer mal informada piensa que debe vestir un hombre si un hombre ocupara su puesto de seleccionadora de personal. Yo ignoraba lo que hacía aquella mujer allí, salvo lo que le oía explicar en un tono de voz monocorde, acorde con el horario de la entrevista (justo después del mediodía.) Hacía bastante calor en aquella sala, o al menos eso creía yo; no estaba muy nervioso puesto que no me jugaba nada. O eso creía.

La entrevista en sí misma no era personal, o al menos no en aquella primera etapa. La idea de aquella reunión era medir nuestros conocimientos de un fármaco determinado y calibrar nuestras distintas ideas y formas de expresarlas. Por norma general, soy excesivamente tímido. Lo que muchas veces pasa por distanciamiento no es tal; mi timidez casi enfermiza se alía con mi enfermiza miopía, y esto hace que prefiera pasar desapercibido. Aunque pocas veces lo consigo porque, por el contrario, soy bastante alto y desesperadamente torpe: una mezcla explosiva que termina atrayendo la atención sobre mí sin pretenderlo en lo más mínimo. Una especie de broma cósmica, creo.

Pero ese día mi timidez estaba bajo mínimos. En aquel grupo de personas (no más de veinte) había muchos profesionales de farmacia, biología y hasta de veterinaria, pero el único médico era yo. Y además, uno con el conocimiento fresquito después de sacar el 3.400 en el inmediatamente anterior MIR. Eso me envalentonó, porque conocía el fármaco, sus mecanismos de acción, sus posología e indicaciones. Para qué fue aquello.

El chiste de la reunión era calibrar nuestra capacidad de conocimiento y de venta de la susodicha medicina, un antiagregante plaquetario de alto coste. Y allí me lancé al ruedo con el desparpajo habitual que me embarga cuando me siento cómodo en un ambiente antes desconocido. Quizá fui un poco excesivo en cuanto a llamativo. La mujer que vestía como ella creía que un hombre creía que debía vestir una mujer en un puesto semejante, me miraba de arriba abajo, con cierta expresión de sorpresa, aunque muy discreta eso sí, en aquella cara de esfinge.

La entrevista parecía estar diseñada para desarrollarse en tres fases: se escogía a los que pasaban de fase y se despedía al resto. No vi que a nadie se le dijese la razón de su rechazo. Pero conmigo hizo una excepción la susodicha. Se acercó a mí y me recomendó, en voz baja que casi parecía un susurro, que saliese por donde había venido, que no necesitaban personas de mi talla intelectual ni de mi capacidad expresiva, rallante casi en el manierismo más rosa. Yo la miré de hito en hito sin creer lo que estaba oyendo. Es uno de esos momentos que se quisieran volver a vivir para poder decir todo aquello que el orgullo herido se molesta en argumentar una vez ha pasado la ofensa. Pero sólo llegué a decirle que intentaría en lo posible no recetar su fármaco cuando tuviese oportunidad de hacerlo, porque, aparte de muchas cosas, tengo una memoria de viejo elefante africano. Ella se limitó a sonreír y dijo que dudaba que yo llegase algún día a ejercer esa parcela de poder mientras me enseñaba la puerta. Pobre mujer. Se equivocó. Y ese fármaco nunca entró en el arsenal terapéutico de mi práctica habitual hasta que esa compañía pasó a ser absorbida por una multinacional aún mayor. Nunca receté un fármaco de esa casa comercial, y no me arrepiento de ello. Puede que haya en mí mucho de reconcomio y testarudez, pero no soy de los que juzgo por la pasión, el ardor ni las ganas de trabajar por más rosa y plumas que adornen la fachada de las personas. Aquella mujer me dio una gran lección de sabiduría humana y de sapiencia. Puede que sólo estuviese cumpliendo con su deber; haciéndonos sentir durante un instante como aspirantes a estrellas del espectáculo. Pero su actitud homófoba no dejaba de estar clara y sus ganas de deshacerse del exceso eran más que evidentes.

E incluso ahora, después de tantos años, puedo reconocer que además me hizo un favor. Pues si apenas yo me veía a mí mismo con capacidad para ejercer; las posibilidades que tenía como visitador médico eran inexistentes. Ahora que los conozco, y que mantengo cierta amistad con la mayoría de ellos, sé que hay que tener mucho aguante, mucha paciencia y mucha mano izquierda, cualidades de las que yo no ando muy sobrado. No hubiese durado un día en ninguna empresa de ese estilo, porque mi umbral para tolerar a los idiotas es muy bajo. Y en este mundo hay demasiados para mi gusto. Así que no me quedó más remedio que volver al redil del estudio, que nunca había abandonado por completo, y al estrés añadido de encontrar trabajo lo más pronto posible porque ya estaba en edad para ello.

A nadie se le escapa que una oposición lleva su tiempo. Absorbe la vida del opositor, la moldea y casi la destruye. Un opositor no es feliz. Olvídense de lo contrario; y quien sostenga que es falsa esta aseveración, o no sabe lo que dice, o miente, que es lo más seguro. Vive en una constante lucha mental (falta de trabajo, falta de dinero, falta de tiempo; qué preguntarán; cuáles temas serán los adecuados; duda si podrá con todo) que se extiende al plano físico: malos humos, mal descanso y cierta tendencia al desenfreno como válvula de escape de una miseria que le rodea día a día.

Mi cuñada, con esa templanza que sólo tienen las mujeres, suele decir que es por eso que la mitad de la población española vive amargada y es tan competitiva con sus coetáneos: todos desean trabajar para el Estado, inmensa mole que intenta retroalimentarse como puede. En un país que prima la estabilidad laboral perpetua, aunque quien ocupe ese puesto sea un inepto de cabo a rabo, no es fácil vislumbrar otra salida. Así que el ciclo se cierra y se eterniza. Qué tristeza. Pero así queremos que sea.

El MIR no es más que una oposición nacional que garantiza la formación pos-grado de todo aquel que alcance la nota suficiente para alzarse con una plaza en uno de los innumerables hospitales formadores de especialistas del país. Es el pasaporte y el pasaje al mercado laboral oficial, y al futuro de miles de licenciados forrados con un título que es papel mojado sin este certificado posterior.

Decir que es un buen método, pero que es muy cruel e injusto también, es llover sobre mojado. Vamos, yo lo aprobé, no debe ser tan difícil (aunque lo sea.) A la segunda oportunidad (lo que tampoco está tan mal.) Pero no deseo volver a hacerlo, y vive Dios que no seré de nuevo residente en esta vida. Ya me bastó con serlo una vez como para querer repetir la experiencia. Aunque mi naturaleza me dicte a pasar y repasar más de una vez por los diversos terrenos de mi vida, esta aseveración está llamada a ser la excepción que cumple la regla. Menos mal.

Muchos de mis amigos y compañeros de facultad consiguieron plaza a la primera (eso es poca ayuda para el ego, puedo confirmarlo.) Muchos otros, yo en el paquete, no. Pero lo hicimos a la segunda. Y otros tantos a la tercera y a la cuarta. Y está bien que así sea. Actualmente en el hospital donde trabajo ya de Adjunto Clínico, he coincidido con un compañero de la facultad que es residente de primer año (de ahora en adelante R1) y ha sido un placer el encuentro. Por ambas partes: siempre es agradable encontrar gente conocida en cualquier lugar, ya que se crea una corriente de simpatía al mínimo contacto sin necesidad de que naden muchas palabras de por medio. Una vez atravesada esa barrera invisible que es el MIR, todos volvemos a ser iguales. O casi. Pero ésa es otra historia.

La apatía, el desasosiego y la falta de seguridad que un examen así siembra en el espíritu humano son muy poderosos. Como una superstición, no me corté el pelo hasta saber que había probado el examen. Allá estuve, mes tras mes con las greñas en los ojos, estudiando y estudiando, o forzándome a estudiar más bien, mientras el pelo crecía salvaje y desordenado. También me dejé la barba, oscura y tupida como la de un eremita dubitativo. Nadie me reconocía, ni siquiera yo mismo. En la ducha diaria apenas me miraba al espejo; soy incapaz de acordarme de cómo era yo durante ese período. Como persona no existía. Apenas comía (pero no adelgazaba), apenas dormía. No hablaba con nadie; no leía nada ajeno a temas médicos; no iba al cine ni apenas oía música. Y algo todavía peor: no repasaba lo estudiado. Me esforzaba tanto preparando cada tema durante una semana, que apenas tenía fuerzas, a la semana siguiente, de repasar lo ya visto. Con cada examen de control me repetía a mí mismo que debería releer lo aprendido, buscar el momento para desandar lo andado; pero aquí la apatía me ganaba la partida, y las buenas intenciones morían tan rápidamente como eran formuladas. Con esas vistas, estaba como para albergar un nido de esperanzas.

Soy un hombre de palabra: volví a la academia que había dejado el año anterior a petición de mis padres, que no confiaban mucho en mi espartano método de estudio propio. Deberían haber tenido más confianza en él. Y yo. Pero al menos volví sólo en la segunda vuelta, así que apenas nos sacaron cuarenta mil pesetas mensuales durante unos cuatro meses, y no los nueve habituales del contrato completo (el sistema académico se basaba en tres vueltas del temario: la primera, una especie de toma de contacto, la segunda de estudio pormenorizado, y la tercera de repaso; huelga decir que me salté los dos extremos sin ningún tipo de pudor.) En detrimento de la academia debo decir aquí que llegué a esa segunda vuelta mejor preparado de lo que ellos jamás hubieran conseguido conmigo si hubiese repetido todo el curso según sus métodos, y que viví de esos réditos hasta la llegada del examen.

Aprobé el MIR en el segundo intento pensando que lo suspendería sin remedio; a tales cosas nos lleva la mente insegura. Lo he dicho: no se puede ir a un examen de estas características, en donde nos jugamos el todo por doscientas cincuenta preguntas, sin repasar ni siquiera una coma. Porque lo que se consigue es una especie de ataque de pánico en medio del ejercicio. Pensando lo peor y absolutamente desconcentrado, me imaginé a mí mismo tirando de un carrito lleno de mis greñas sin cortar, de un blanco cenizo por los años pasados, haciendo la cola para entrar por enésima vez al examen… Tal frustración me llegó a la garganta que, dueña de sí misma, aulló con voz más que elevada por el callejón sin salida en el que me encontraba:

–       ¿Pero podré aprobar esta mierda alguna vez?

Cuando me di cuenta de lo que había dicho, y cómo, enrojecí de vergüenza, me cubrí con la melena castaña y musité bajo mi barba una disculpa: siempre hay quien nos mira con cara de irritación para reprochar una molestia inútil.

Y pude. Y lo hice en el año 2.000, cuando el mundo estrenaba un nuevo milenio y yo una nueva década de mi vida, apenas confiando en mis propias facultades. Desde aquella fecha, muchos estudiantes que rondan por el hospital me piden consejo para enfrentarse al MIR. Si bien es cierto que en la actualidad no reviste la competitividad de antaño (pues ahora hay tantos licenciados como plazas formadoras); no ha rebajado un ápice su carácter perturbador del alma. Yo siempre les digo que soy malo dando consejos, y que después de todo no valen para nada, pues hacemos caso omiso de ellos. Pero lo que sí les encargo muy mucho es que repasen, una y otra vez, para asegurar que esos conocimientos (la mayoría puro baladí) estén claramente presentes en el momento de responder las preguntas. La imagen de mis greñas tiradas por un carrito no me ha abandonado nunca, ni la idea de dejarme melena ha vuelto a pasárseme por la cabeza desde que el peluquero me preguntó, desconcertado, el día que fui a cortármelo (había salido el resultado esa misma mañana, el día de mi cumpleaños):

– ¿Estás seguro? Con el pelo tan bonito que tienes.

Pocas veces lo había estado tanto. La barba siguió al cabello y parecí que retornaba a la vida. Cuando miré el suelo de la peluquería, esos mechones abandonados se me antojaron retazos de mi vieja vida; una piel que, aunque conservaba cierta forma recordatoria, no era ya mía nunca más. Fue como salir de un estado inducido de anestesia; como una larga resaca tras una corta borrachera; en cierto sentido, había abandonado una crisálida y me maravillaba de lo que veía.

Jamás cumplir treinta años llenó de tanta dicha a alguien. Me sentí completamente despierto, lleno de primavera, y vivo de nuevo. El sol brillaba, la lluvia caía, las flores se abrían cada hora con más fuerza, y mis pasos ganaban en firmeza. No sabía a qué me arrojaba ese resultado, adónde ni cómo; sólo me sentía ligero, completo y, sobre todo, libre: había cumplido con mi trabajo y podía ser yo mismo de nuevo. Exactamente la misma sensación que tengo cada vez que salgo de guardia. Ese estado, próximo al paroxismo, mezcla de ensueño y de cansancio, es un puro renacer, un milagro que se sucede cada semana. Y del que me maravillo sin saciarme; como me asombra cada día ver, cuando me encamino con paso a veces reluctante al hospital, que ejerzo como médico activo, con más o menos acierto y con más o menos pasión, y que no soy tan malo como creía.

¡Oh, las vueltas que damos en la vida!

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.