Hay muchas historias detrás de una enfermedad. Ninguna es más importante que otra. El impacto social no debería ser medidor de la relevancia de una sobre otra. Pero el S. XX vivió una revolución interna (que continúa en todos los ámbitos a día de hoy) que ha terminado por dinamitar las supuestas diferencias entre las personas. Como toda explosión, las primeras víctimas, las primeras noticias, fueron inexactas, confundidas, se prestaron a la estigmatización, al escándalo. Hoy ya no es así.
El S. XX no fue un buen siglo para la Humanidad, pero fue un buen siglo para despertar conciencias. Sigue habiendo sectores de la sociedad establecidos en que su pensar es el correcto, que sus actitudes son las válidas. Que el extremo es la norma. Cada una de esas porciones piensa que sus derechos son las virtudes por las que se deberían guiar todos los demás; cada sector que piensa de esta forma se equivoca. Ni son más virtuosos los que sufren una enfermedad ni son más quienes luchan por derechos civiles ni son menos quienes tiene el poder y sustentan, desesperados, otra forma de pensar.
Puede que las posturas extremas hayan sido necesarias para llevarnos a una forma de ver el mundo más ética, más equilibrada. La revolución del VIH nos ha permitido encontrar un punto de equilibrio que todavía está por llegar. Ni es un cáncer de homosexuales, ni sólo afecta a gentes de conducta provecta, ni es la única de las plagas que azotan al mundo actual. Es una llamada para despertar, es un camino que se ha recorrido para darnos cuenta de que todos somos iguales, de que todos estamos en riesgo, de que todos padecemos y luchamos dentro de la sociedad para ser lo mejor que podemos.
No hay dos personas iguales. No hay mejores ni peores. Pero las lecciones son siempre las mismas, y los maestros siempre impecables e implacables.
Sea en Ciudad del Cabo o en Arizona, en Villanueva de Arosa o en Curupita, en Berlín o en Sidney, las historias tejidas por una enfermedad son profundas, duras, tiernas y clarificadoras. El VIH, cuyo día se celebra hoy, es la que ha llamado más la atención, es la que ha removido esas conciencias, la que nos ha recordado no nuestra fragilidad, si no nuestra igualdad. No es la única, aunque muchos piensen que sí, pero ha día de hoy, en los albores del S. XXI, es un símbolo, es una señal que debería recodarnos que todos somos frágiles, que todos estamos en riesgo, que todos somos iguales.
Hay Enfermedades raras (me gusta llamarlas poco frecuentes), hay enfermedades protagónicas, mediáticas, llenas de ruido. El VIH es una de estas últimas. Por eso la sociedad la considera importante. Y lo es. Pero no lo es. O no lo es porque todos los enfermos de todas las enfermedades que nos aquejan como seres humanos lo son. Y por lo tanto, todos merecen el mismo trato, la misma preocupación, el mismo afán social por ser considerados normales y no diferenciados.
La batalla social de un sector por alcanzar las cotas de conocimiento, de investigación, de lucha, debería llevarnos a pedir, a pelear por el mismo comportamiento hacia todas las enfermedades que padecemos. Todas. Aunque no salgan en los medios audiovisuales; aunque la sociedad, que las sufre, las ignore.
Eso es el día del VIH para mí. Nada más. Un cúmulo de historias importantes, pero no una reivindicación, no una cruzada de la que estar orgullosos. El día del VIH es un símbolo para mí, pues representa la unión frente a un agente que desestabiliza la vida, la sociedad, y que puede, con conciencia y querer, ser detectado, estudiado, tratado y ser conocido.
El conocimiento es poder. Y comprensión. Y modestia. No hay ser humano que, siendo consciente de lo que sabe y viviendo lo que sabe, no sea modesto, no desee compartir su sabiduría, sus experiencias, no desee vivir en un mundo mejor.
Esto es el VIH para mí. Esto es lo que celebro un día como hoy. Yo. Y es una forma de dar un paso más allá. Hacia la globalización de la conciencia. No sólo en el recuerdo de días aciagos, no solo en el espíritu de millones de muertos y cientos infectados; no sólo por gays, drogadictos, transfundidos, confundidos e iluminados. Por todos, como profesional de la Salud, pero también como persona, como parte de una sociedad que tiene mucho todavía que aprender, pero que ha evolucionado, en treinta, más de lo que lo ha hecho en miles de años. Y eso también toca celebrarlo. Hoy.