Pensé que no. Que no iba a a saltar al saber de ti. Que mi corazón se estaría quieto, pastando dentro del pecho, impasible y sereno.
Pensé que no. Que mis manos no temblarían si te tenía de nuevo cerca. Que mis dedos no lucharían por acercarse a tu espalda, ni se quejarían por no tocarte.
Pensé que mi cabeza ya no pensaba en ti. Que mi mente sabía lo que quería y gobernaba al corazón, cansado y roto.
Pensé que no te quería ya, como tú me olvidaste.
Pero no.
Todo se derrumbó: las intenciones (buenas), las ilusiones (buenas), el tiempo ido (un horror), el dolor y la pérdida. Y la soledad. Todo. Hasta que te oí (otra vez).
Estaba de espaldas. Pero te sentí como en los tiempos en los que me abrazabas callado y susurrabas tonterías en voz baja. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, como hacía mucho no sentía: desde los tiempos en que estábamos juntos.
Y cerré los ojos. No podía creerlo. No quería creer que eras tú.
Esa voz oscura como un secreto y tierna a la vez, grave y serena, susurrando mi nombre como una caricia. Una caricia que me revolvió el corazón dormido (otra vez).
Todos los años que han pasado, todo el dolor, todos los juramentos, toda la rabia se fueron por el desagüe de mi corazón abierto como un libro. Oírte y hechizarme fue uno, y el mundo detenido volvió a ponerse en marcha, y casi no quise ni mirarte para que el embrujo no se acabara nunca.
Hasta que te oí estaba muerto. Y bien lo sabías pues habías sido tú el verdugo. El abandono, la pérdida, el dolor… Lo había superado todo junto, poco a poco y a bocados, y me sentía seguro, estable y concreto, hasta que te oí (otra vez) y el océano del amor me atrapó de nuevo por los pies, haciéndome caer.
En tus brazos. En tu boca. En tu corazón.
Y ahora no sé qué hacer. No sé si recriminarte o gritarte o besarte o amarte y olvidarlo. El arrullo de tu corazón late de nuevo cerca del mío, tu piel roza la mía otra vez, tu sonrisa me ríe, tus ojos me ven… ¿Para qué sirve el orgullo, el tiempo ido, el recuerdo?
Para nada, porque me hacían morir día a día, y tú me resucitas cada vez que dices mi nombre.
Y ahora no sé qué hacer. Si besarte, abrazarte, sujetarte entre mis piernas para no dejarte jamás ir. Y olvidar esta tortura que fue tu ausencia, este llanto de fénix que poco me importa.
Estaba muerto, tú me me mataste, quiero que lo sepas. Pero me has despertado de nuevo. Ignoro porqué te fuiste, la razón que te llevó a abandonarme. Pero nunca has dejado de amarme, lo sé, me lo dice tu voz. Y nunca lo hubiera creído, hasta que te oí otra vez, y todo se aclaró para mí.
Ay, ¿qué me quieres amor? ¿Que olvide el orgullo herido, las cicatrices de mi torpe corazón?
¡Vale! Hagámoslo. Empecemos de nuevo. Seamos una página en blanco, una canción nueva, la mitad de un sueño, la mitad de un presente, una realidad palpable, el arrullo de la noche, la pasión de la piel y el descanso de la mañana.
Seamos lo que siempre hemos sido: amantes, amigos, guerreros y guerra, fuego y lecho, pasión y paz… Lo tenía olvidado, te tenía olvidado, hasta que te oí. Y otra vez me sentí vivo.
Hasta que te oí otra vez el mundo se había detenido, y ahora no hace más que girar por ti.