Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Cama 15. Domingo, seis de la mañana.
Ingreso. Insuficiencia respiratoria aguda.
Probable neumonía.
Al paciente le falta el aire. Intenta buscarlo como puede moviendo el tórax, moviendo el abdomen, agitando los brazos, tensando los músculos del cuello.
Fiebre.
La barahúnda de un ingreso. El equipo siempre presto. casi perfecto.
Lunes por la mañana. Sigue respirando con dificultad. Sigue usando los músculos del cuello, los músculos del pecho, el abdomen ya cansado. Suda; perlas de agua caen sobre su frente y llegan hasta los ojos, que también lloran, no lo va a negar.
Anegan su garganta, llena de sequedad sin que le entre una gota de aire.
Pasa su mujer. Celebrarán 49 años de casados en menos de dos meses. Amor sin decir palabras. Sólo en la mirada. Se entienden aunque no entienden lo que ocurre. Esa frágil delicadeza de la Salud, de la que nunca han podido gozar mucho. Y que se rompe con tal facilidad. Cosa que sí saben bien.
Amor. Que llora y no habla, que se toma de la mano y se acaricia. Muchos años de historia juntos, muchos años sin dejar de verse, dejar de hablarse, dejar de sentirse. Y ahora esto.
Se despiden como pueden llenos de cansancio: uno por la salud perdida, la otra por la ignorancia, la duda, el miedo. Y ambos por el abandono.
Y tubos. Por la garganta, por la nariz, por el cuello, por las muñecas. Y máquinas: que dan oxígeno, que mejoran la tensión arterial, que dan alimento, que mantienen vidas. Vidas que se van desgastando y dejan de ser lo que eran para transformarse en algo más, que no saben aún qué es.
En la cama 15 todo es una preocupación. Y una dedicación única. Una entrega completa.
Y ella fuera. Y él dentro, sedado, conectado a máquinas que respiran por él, que sueñan por él, que sostienen un aliento que ya le falta.
Y ella afuera. Sin saber nada. Llena de la delicada fragilidad del amor, que parece durar por siempre y que tan fácil se rompe. Como la Salud. Y también a veces la vida.
Siempre hay vida. Porque hay amor. Sé que se lo dice. Sé que lo piensa. Sé que no duerme pensando en eso. Sé que cree en un mañana diferente, cuando todo pase y el trabajo de mil hombres haya cesado ya y estén de nuevo juntos, para llegar a medio siglo de vida en común, y continuar hablando ente ellos, entendiéndose con la mirada y tocándose las palmas de las manos, los latidos del corazón.
Pero el tiempo fluye con un ritmo suyo, que le es tan propio: tan rápido para unos, tan tormentosamente lento para otros.
En el Pasillo de la Salud Perdida, ella piensa en la vida que se escapa y en lo que ha sido hasta ahora. Y llora. En silencio. Y se sorbe las lágrimas. Y calla. Y respira lo que él no puede inspirar, y espera a que despierte de nuevo y vuelva a ella.
Él, con esa frágil delicadeza que es la Salud perdida, duerme tranquilo. No sabe que le espera una recuperación lenta, muy lenta, en la que no tendrá ánimos y que le exigirá lo que queda de su exigua anatomía. No sabe que una neumonía puede matarlo, como pudo haber muerto en cualquier sitio a cualquier hora. Menos allí.
En la cama 15 se oyen alarmas. Y el vaho del respirador. Y los números del monitor parecen descansar.
Él es mi padre, que espera a mejorar. Ella, mi madre, que espera a que todo pase, para volver a empezar.
Y yo, entre ellos y todo lo demás, pensando y sintiendo sufrir, en un puente que entiende pero que no puede hacer ver lo que ocurre; que sabe pero que no puede decir lo que piensa. Callando. Y esperando, como ellos, lleno de suspiros.