Estaba como dormido. Mi corazón de piedra.
Creo que hacía que vivía.
Dormía (mal) sin sueños. Comía (mal) sin ganas. Lloraba a veces y a veces me quedaba callado. Y hablaba para llenar el espacio vacío con ruido.
No tenía pulso. Y respiraba sin consciencia.
Día a día. Semana a semana. Mes a mes. Corazón de piedra.
Hasta que te encontré.
Y empecé a estar vivo.
Alguien que me despertó del sueño gris de sobrevivir. Alguien que me enseñó la luz de la mirada, la untuosidad de la caricia y ese sabor tranquilo del beso y del placer.
Mi corazón despertó de su letargo de acero. El cincel de un cariño inmenso lo liberó de ese hielo que lo protegía y lo hizo latir pum, pum, pum, otra vez.
Gracias a ti sé lo que es estar vivo. Reír, llorar, cantar, soñar, extrañar y besar.
Alguien que me ha hecho correr por el parque en su busca; que hace que hiperventile por puro nervios al verle; que me despierta por la noche, que me abraza por el día, que me quiere una hora y otra, haciendo mis días un conjunto de sensaciones y de sabores vibrantes.
Alguien que me agobia y me hace enojar. Alguien que me dice qué hacer y qué no ponerme. Y que discute conmigo y se deja querer y se deja abrazar y se deja acariciar y que me dice y me desdecir y sigue allí.
Estoy vivo: siento el latido de mis arterias, siento el aire llegar a mi corazón. El futuro vive en mí, y el pasado se deshace en el olvido.
Porque te encontré. Y el mundo es inmenso y gira, gira en derredor nuestro lleno de vida, ahíto de alegría.
Poco y mucho: extremos de estar vivo.
Estoy vivo.
Desde que te encontré.
Y esto es felicidad.