La ciudad es un caos así. Sirenas, todos de mal humor, y los torpes al volante y los más listos conduciendo.
Pozas de agua que empapan al transeúnte. Y paraguas chorreantes y todo mojado: la ropa, los zapatos, el ánimo y el corazón.
Hasta que llego a casa.
Llueve. Y estás en la ventana viendo cómo cae sobre las aceras, cómo acaricia los cristales.
La chimenea encendida y un aroma a roble y a hogar tibio y esponjoso. Lleno de sonrisas.
Entro. Te giras. Me sonríes. Y te acercas.
Nos tomamos de la mano sin decir nada y me acercas al fuego. Revuelves mi cabello y el agua se evapora con el contacto de tu piel, sedosa y ambarina, por la que apenas pasa el tiempo, que nunca es mucho tiempo.
Y no hay ruido, no hay malos humores, no hay prisas, no hay explicaciones.
Sólo el arrullo de las cosas menudas. Que tienen tu nombre y el mío. Y una chimenea encendida y el reflejo de la ciudad en los ventanales mojados.
En la ciudad estás tú. Y yo lo tengo todo.
Qué felicidad.