Bajo los tilos, buscando un poco de refresco, se miran.
No hay palabras entre ellos. El silencio llega. El susurro de las hojas al rozarse, del viento entre las ramas y el de las manos al tocarse.
Las pupilas brillantes. Pequeñas lágrimas al borde de los párpados. Se miran. Y se ríen.
Sin palabras.
Una mano atrapa los dedos temblorosos. Los dedos, protegidos, parecen relajarse un poco. Y se dejan llevar.
La mano roza la muñeca y la alza al aire. Parece flotar en aquel espacio único bajo los tilos.
Labios que se abren. Para besar. La palma abierta, los dedos libres, la muñeca fresca. Y la boca ansiosa.
Tiemblan de deseo. Y de novedad. Aún a sabiendas que se quieren, que han nacido para conocerse.
Se acercan. Se tocan con el cuerpo, se abren como flores. Y los labios se encuentran con la boca y el mundo parece detenerse bajo los tilos.
El viento arrecia, las ramas se agitan, las hojas caen una y otra. Y el beso funde las intenciones, diluye los miedos, templa los sentimientos.
Amor.
Bajo los tilos se quieren y se desean. Y se dicen muchas cosas sin hablarse. Bocas ocupadas, lenguas entrelazadas; brazos enmarañados; torsos como cimitarras. Intenciones y certezas.
Y el mundo gira de nuevo bajo el hechizo del amor. Del que se tienen ahora y del que transmutará con el tiempo que vendrá. Porque han nacido para conocerse y para quererse de muchas maneras.
Pero nadie quiere saber lo que vendrá. Ninguno de los dos se ocupa ahora mismo del futuro.
Bajo los tilos ondulantes dos personas se quieren y se callan. Y parecen amarse para siempre. Al menos mientras el viento susurre entre los árboles y las manos se acaricien y haya ganas, muchas ganas, de un nuevo beso.