Iba por la calle en medio de mis cosas. Pensando.
La música a todo meter por los auriculares.
Me he acostumbrado a caminar así, al ritmo de lo que suene en mi teléfono. Más rápido o más lento; contemplativo o eufórico.
Ahora no sabría hacerlo sin ese ruido armónico de fondo, que a veces me retrata y otras me reta.
Iba por la calle en medio de mis cosas. Paseando. Y te vi.
Salías de una cafetería. Con una sonrisa en los labios. Casual, despreocupada.
Elegante y con desenfado. Y los ojos brillantes; un nuevo corte de pelo. Y una risa nueva.
Y te vi.
Me detuve. La música seguía saliendo por mis oídos. Pero yo no oía nada. Salvo el lamento quebrado de un día perdido. Y el eco de un corazón que creía dormido.
Que creía dormido hasta que te vi.
Y todo se volvió borroso. Tú ocupabas el centro del universo. Ajustándote el fular, apartando un mechón de la frente. Y esa sonrisa abierta. Que nunca tuviste para mí.
Iba por la calle en medio de mis cosas, de las que te creía ya parte del pasado.
Pero tuve que salir corriendo, con la música detrás de mí. Y llegar a casa y descubrir el cajón que guardo con tus cosas; las fotografías que nos hicimos juntos; aquellas que te robé mientras dormías. Y la belleza de cada amanecer entre tus brazos y el calor de las noches que pasaban resbalosas por tu espalda y el mundo que se deshizo cuando todo acabó.
Cuando todo acabó para ti.
Iba por la calle en medio de mis cosas hasta que te vi. Y todo pareció volver a empezar.
Pero no.
Sólo te vi. Y nada más.