Pasa el otoño dejando tras de sí una alfombra de hojas secas. Colores deslucidos que van del naranja al ocre, su sonido a seda frotada nos sorprende al rasgar el continuo verberar de nuestra mente. Debajo de ese manto de vida pasada no hay nada, nada más que tierra y un aire leve que aligera un espacio diminuto, como la distancia de dos cuerpos que se aman.
A pesar de ser muchas, como los amantes, individualmente son un mundo, y sus parecidos sólo señalan las diferencias que las definen y caracterizan. Y, como los amantes, a pesar de estar juntas, mantienen siempre su individualidad y su mudez, pues ninguna comunión es eterna.
El sonido de las hojas caídas se parece al llanto de la cigarra, que sólo canta para morir. Las hojas, al rozarse entre ellas, sólo anuncian que el otoño ha pasado y que ya nada será como antes. Como ocurre con dos amantes.
Al despertarme esta mañana no estaba entre tus brazos. Yacías más allá, envuelto en tu sueño, resoplando bajito y separado del mundo que compartimos día a día. Abrí los ojos y te hallé en la distancia, callado y revuelto como un garabato, cuan largo eres hecho un lío de sábana y edredón. Para variar, te lo llevaste todo, y el frío y el calor y la extrañeza de tu piel hicieron que me despertara y te hallara separado de mí, tan lejos de mí como de un amante de piedra, y pensara, atrapado como estaba en el silencio enorme que nos cubría, en el ruido de seda frotada de las hojas secas, en ese frú-frú que anuncia la llegada del invierno y del frío, la hibernación y la distancia.
A pesar de lo que nos decimos, de lo que soñamos, de lo que anhelamos, siempre estamos solos. Incluso en la comunión del amor luchamos desesperadamente por arrancar un placer propio en esa búsqueda a veces suicida, pues morimos en la sensualidad siempre un poco, como una hoja que se desprende de una rama y cae al suelo. En contra de lo que se nos dice, ni tú ni yo nos fundimos en un abrazo eterno ni el placer dura una vida; somos tú y yo y la distancia entre nuestros cuerpos, la que creamos al acariciarnos y la que buscamos al separarnos en el sueño. Piel sobre piel, como las hojas secas, no garantiza una unión completa, si no una separación más difícil. Y no hay amor que soporte la distancia ni el silencio de las voces nunca oídas, ese silencio lleno del frú-frú de las hojas secas. Como el que hemos tenido tú y yo hasta esta mañana, cuando me desperté aterido y sofocado y tú seguías durmiendo con cara bendita y expresión alelada, lejos de aquí.
Esta mañana me levanté y te dejé dormir. Me duché, bebí café, me vestí. Y salí. Y tú seguías allí, encerrado en el caparazón del sueño. Suspiré mirándote, como hubiese suspirado abrazándote. Fuera hacía frío. El sol se transparentaba entre la niebla. El viento soplaba sorpresivo, y el lecho de hojas secas de la entrada, estando en silencio, rasgó el perfil de la mañana con un furioso manotazo. De repente me encontré rodeado de hojas secas, algunas en mi pelo y otras en mi corazón, y con el comienzo del invierno.
Lleno de silencio fui a buscar el desayuno. Cuando volví, seguías dormido. Me acerqué. Te moviste con cierta lentitud, y el sonido de tu cuerpo desnudo con las sábanas me recordó el silencio de las hojas secas a punto de estallar en un remolino de seda frotada y, a veces, de caricias. Y comprendí que estábamos juntos sin estar y que quizá todo se había acabado. Al menos por ahora.
Suspiré al verte; suspiré porque me negué el placer de tocarte y verte despertar como hacía día a día. Suspiré al alejarme de ti y al besarte en la distancia, ese océano de hojas secas en que ha quedado nuestro amor.
Cuando llegue la primavera, quizá…
Pero por ahora comienza el invierno, el frío de una soledad sonora, lejos de ti.