Durante esta última guardia, serían las cinco de la mañana o incluso más, estaba hablando con la familiar de un paciente que había ingresado un par de horas antes. Me sentía muy cansado y también un poco frustrado y algo triste.
El ingreso fue tardío, el paciente estaba en una situación muy comprometida y las técnicas no me salieron tan limpias como me gustaría y como quisiera que siempre saliesen. Aún con todo, era un enfermo complicado aunque muy colaborador; se dejó hacer con una entrega que he visto pocas veces y, a pesar de lo grave que estaba, no se quejó ni un instante, dueño de una entereza realmente admirable. Todo eso contribuía a mi humor, que viene sufriendo períodos de densa estabilidad; saberlo tan mal no ayudaba tampoco a mejorar mi actual visión del mundo.
Se trataba de un hombre joven, en el mediodía de la vida, aquejado de cirrosis hepática terminal por ingesta alcohólica, acabado de ser admitido en la lista de espera para trasplante de hígado. Un hombre que tenía una vida, ahora impedida en cierto grado por la Enfermedad muy evolucionada que presentaba; con una mujer; supongo que algún hijo; con un trabajo que ha debido abandonar (así como el hábito que lo ha llevado a ese estado); y con el miedo y la esperanza de que un trasplante lo devuelva en algún momento, no lo bastante tarde, al día a día que acababa de aparcar hacía muy poco. Una vida detenida fue lo que ingresó aquella madrugada en la UCI. Una más.
La cirrosis hepática, cuyo origen no es sólo el alcohol, sino el virus de la hepatitis C (mucho más peligroso que el VIH, ya que carece de tratamiento alguno) y otras patologías menos frecuentes, es un cuadro difícil, multisintomático, lleno de baches y vericuetos; merma las facultades y crea tantos problemas, tantos y tan variados y tan graves, que el paciente se encuentra muchas veces aislado en el pasillo de la Salud perdida sin saber a qué atenerse ni a qué sujetarse. Y sus familiares también.
Después de estabilizarlo mínimamente tras dos horas o más con él, salí al pasillo de la Salud perdida a hablar con su mujer, que esperaba con los ojos cerrados en medio de la oscuridad de la noche, sentada en la sala de espera. En esos momentos siento algo de pudor. Porque la tensión de un lugar semejante es densa; se palpa en el aire, está contenida en cada respiración; late como el corazón y viaja por las arterias hasta transmitirse por las palabras o los gestos a todas las personas que pernoctan allí. Y mi pudor está en irrumpir esos momentos de insulsa paz para, con voz alta, llamarles e informarles. Tras aparecer en el dintel de la puerta y recortar la luz, comienzan los cuchicheos, el ronroneo del miedo se siente y me golpea la nariz. Si es un paciente que lleva días ingresado, sólo son malas noticias; si es un paciente que acaba de ingresar, como era el caso, también son malas noticias. El desgarro de la madrugada en el pasillo de la Salud perdida no trae nunca nada bueno, y nos hace sentirnos a veces incapaces y a veces resignados y a veces frustrados por ello. Esta vez no fue ninguna excepción.
Que los familiares de los pacientes oyen lo que quieren oír es un hecho cierto. Nos pasa a todos. Procuro ser cauto al dar esperanzas, porque todos nos aferramos al mínimo rayo de luz que nos regalan. Y más durante el ingreso de un enfermo, o quizá durante el ingreso de un paciente. Porque con los días se aquietan los miedos iniciales y, en general, tras las horas que pasan, la serenidad atrapa al corazón y lo hace razonar; a veces la testarudez de algunos familiares ante lo evidente no es más que la cabezonería del corazón en reconocer una pérdida. Pero en los primeros instantes, cuando todo es un lío y la angustia, la ignorancia, la impotencia y el miedo se mezclan y se agolpan en la garganta, cualquier raciocinio está perdido en ese terremoto que todo lo pone patas arriba. No queremos entender nada, no podemos aprehender nada, y más que palabras (o en ausencia de las palabras que deseamos oír con fruición) lo que quizá necesitemos es un gesto, una sonrisa o un comentario liberador o reconfortante…, que no suele llegar. La información inmediata a un ingreso es un mundo aparte: es difícil porque la situación es de máxima gravedad y todo puede ser posible; el familiar ha entrado como en una revolución dentro del pasillo de la Salud perdida y se halla flotando en un limbo de inseguridades y de inestabilidad del cual es difícil salir sin tiempo y sin serenidad: todo de lo que carece en esos instantes.
Así, me acerqué a aquella mujer de ojos grandes y almendrados. Su peinado desordenado y cierta palidez demostraban la dureza del par de días que llevaban dentro del hospital; sus labios secos y el tremor discreto de sus manos, el miedo que estaba sintiendo en aquel momento. En todo eso me fijé al llamarla. Se levantó de inmediato en la oscuridad y llegó hasta la puerta en la que la estaba esperando como arrastrada por una voluntad más fuerte que la suya propia. No soy un médico de facciones agraciadas, pero me esfuerzo por que mis ojos sonrían discretamente cuando les doy las buenas noches y me presento con cierta timidez. Sé lo que esperan de mí como símbolo, pero en esos instantes esa esperanza es imposible, o cuando menos se vende muy cara. Así que paso rápidamente a explicar la situación del enfermo, que nunca es sencilla. En mi vida privada gesticulo mucho, pues me gusta explicarme con claridad (aunque cada vez me importa menos); por lo general en esos momentos ato mis manos al bolígrafo que sostengo y dirijo directamente la mirada a mis interlocutores. También en mi vida privada he tenido que entrenarme para no mirar fijamente a las personas a las que hablo o que me interpelan; sé que es una costumbre que incomoda a la mayoría mas no lo hago por nada malo, si no como una muestra de que tienen toda mi atención. Cuando estoy con un paciente y con un familiar, me olvido de esa regla autoimpuesta y mis ojos no descansan de ver directamente a las personas que buscan información, entendimiento, a veces justificaciones y siempre calma. Se los debo, porque están en el pasillo de la Salud perdida y yo soy el único, en esos momentos, que puede traer algo de serenidad a la tempestad en la que se hallan.
Era una mujer normal, ni fuerte ni débil, de estatura mediana, con el cabello entrecano; en sus pestañas bailaban escondidas unas pocas lágrimas que no resbalaban de aquellos ojos por un acto de casi voluntad o quizá de testarudez. En contra de lo que se ve en las películas, raramente un familiar pregunta por su enfermo. Se acercan callados y se mantienen de pie a la espera de que empecemos a hablar. Una vez roto el hielo, las preguntas vienen como una tromba después. Ella no fue la excepción. Se acercó sujetando el bolso y esperó unos segundos a que yo me sentara en un recibidor que tenemos para ese fin. Me siento para estar más o menos a la altura de ellos, pues por lo general soy más alto y esa diferencia en el pasillo de la Salud perdida es más intimidante que reconfortante.
Cuando me senté empecé a explicar el estado del paciente. Aquella mujer asentía una y otra vez, pero supe enseguida que no me estaba entendiendo. Y no porque no quisiera, es que no podía entenderme. Me miraba con aquellos ojos enormes llenos de lágrimas a rebosar y asentía con la cabeza; los labios abiertos intentando articular frases coherentes y las manos aferradas al bolso medio caído por su nerviosismo. Dando por sentado que poseía una información sobre la enfermedad de su marido que debían manejar (¡estaba en la lista de trasplante hepático!) me lancé a exponerle todos los peligros que corría el enfermo, derivados de su mal por supuesto, y de las pocas esperanzas que en aquel momento tenía.
Yo estaba muy cansado y distraído; era tardísimo; el enfermo estaba mal y ardía en deseos de volver para mejorarlo lo bastante para que me diera tiempo de recostarme un rato y desconectar de aquella guardia larguísima y de mí mismo. Pero me di cuenta que esa pobre mujer no me entendía. Y en medio de una perorata de la que se desprendía claramente que lo más probable es que podría morir en horas, comenzó a llorar sin emitir un sonido. Enormes lagrimones transparentes se escapan de aquellos ojos color de castaña. Por un instante me reproché mi falta de tacto al dar por sentado muchas cosas que yo sé y que ellos debieran saber pero que ignoran (o que no entienden cuando se les dice, que es lo mismo): cómo es la cirrosis, lo difícil que es, lo grave que es; las vueltas que da; sus meandros que son en sí mismos una trampa de arena; y la pérdida lenta de una vida que se apaga como la llama de una vela al consumirse.
Aquella mujer estaba desolada y triste en medio del pasillo de la Salud perdida, sin nada a lo que aferrarse a no ser la Esperanza. Para ella, y para todos los que no son profesionales de la salud, la Enfermedad es un limbo, una procesión dolorosa que atañe al cuerpo y al espíritu, un camino sin retorno en la oscuridad y sin más luz que la linterna de la Esperanza… ¿Y qué estaba haciendo yo? Apagando de un manotazo aquella llamita que la mantenía estable; lanzándola a aguas profundas en las que no podía nadar.
Yo casi no tenía fuerzas. Pero esa mujer tampoco. Y yo poseía el Conocimiento, que en esos instantes es siempre el Poder, y el poder no da esperanzas, no da sueños pues trabaja con los tejidos de la Realidad, pero al menos da Confianza o cuando menos Resignación. Ella no tenía ni siquiera el consuelo de apoyarse en un muro en ruinas. Sólo le quedaban las lágrimas calladas, pues la voz no podía articular preguntas que desconocía. Y entonces callé.
La dejé navegar un instante por las mareas de la desesperación y el miedo a lo desconocido mientras buscaba fuerzas para empezar de nuevo. Porque siempre hay que empezar de nuevo. Suspiré y cerré los ojos. Intenté calmarla con palabras habituales que asientan un poco al alma; mi voz sonó quizá demasiado dulce, con un poso de esperanza que no quería darle en mucha dosis. Y recapitulamos. Le expliqué someramente la situación de su marido, lo que lo había llevado hasta allí, los riesgos que ya conocían. A medida que iba desgranando la Enfermedad, ella asentía como recordando y sus ojos se iban secando. Yo sentía que estaba cogiendo fuerzas, las fuerzas que da el Entendimiento; la desesperación cedía el paso a la resignación y con ésta cierta luz al momento. Ella siguió asintiendo, pero su mirada había cambiado. Comprendía. Y yo volví a suspirar: habíamos comenzado a avanzar.
Toda nerviosa firmó los permisos de ingreso; se equivocó al darme sus datos; se le olvidó el número de su teléfono móvil. Y yo le sonreí. No me importaban esas pequeñeces de las que está hecha la vida. Y ella sonrió a su vez, angustiada y resignada al mismo tiempo: seguía deambulando por el pasillo de la Salud perdida, pero al menos sabía un poco más, podía esperar sólo un poco más, pero podía ser ella en aquel angosto pasillo todo el tiempo que hiciera falta. Y tendría tiempo para pensar y para sentir, o dejar de sentir, hasta que el desenlace lo hiciese por ella. Y nos despedimos hasta la mañana siguiente.
Qué dura es la pérdida de la Salud. Pero qué difícil es vivir en el limbo del pasillo de la Salud perdida. Hace seis años, tras serle diagnosticado cáncer a mi padre, ambos, mi madre y mi padre atravesaron juntos aquel pasillo por el que han estado tantas veces de la mano. La aventura del cáncer era nueva, y los peligros enormes, pero lo cruzaron con una confianza ciega, con una entereza admirable, porque son así de carácter pero también porque sabían que yo estaba allí, llevándoles por primera vez de la mano. Sabían que no les iba a engañar nunca y que sería siempre lo más claro posible. Y aún hoy recuerdan todo lo que ocurrió con cierto respeto pero con mucho humor. Hace tres años mi madre sufrió un ictus transitorio y el mundo pareció detenerse, porque ella es la base del planeta familiar, y sin embargo todos lo vivieron con confianza, porque yo estaba allí para ayudarlos a atravesar aquel paraje como la primera vez y porque estaban seguros que no les mentiría un ápice ni dejaría suelto ningún cabo que pudiera quedarse atrás. No dejó de ser duro; quedaron cicatrices que el cuerpo recuerda y que el alma nunca olvida. Pero allí están los dos, con sus achaques, con sus secuelas, juntos todavía y llenos de esperanza. La Esperanza que les da tener una mano guía en el pasillo de la Salud perdida.
Ésa fue la razón de hacerme médico. Quería saber. Quería comprender. Y, por ende, ayudar. Las lágrimas de aquella mujer me hicieron recordar para qué estaba yo allí hablándole a las cinco de la mañana. En la UCI estaba su marido y dentro de a UCI yo estaba para ayudarle a él. Pero en el pasillo de la Salud perdida estaba ella, y allí mi obligación era ayudarla a ella, dentro de lo poco que pudiese hacer. Sus lágrimas me recordaron que más allá de mi propia tristeza o de mi cansancio o de mi frustración, hay una tristeza mayor, hay un cansancio mayor y hay una frustración aún más grande: la del desconocimiento, la de la desesperación y la soledad, la suya.
A la mañana siguiente, el paciente seguía grave pero estaba un poquito mejor. Ni remotamente había salido de su estado crítico (todo lo contrario), pero ella era otra persona. A la luz del día su cansancio era evidente, pero su actitud lo era mucho más. Aún mantenía llorosa la mirada, aún las manos temblaban ligeramente. Pro sabía a qué atenerse, o al menos intuía por dónde debía caminar. Es una ilusión, porque el camino del pasillo de la Salud perdida es largo y único, pero de ilusiones está hecha la vida. Y ella ahora las tenía. Hasta me permití regalarle un poco de esperanza, atemperada eso sí, tibia como un chorrito de luz débil, del que ella bebió sedienta. Y no le dije nada más. Ella entendió y nos despedimos.
Tras el chasquido de la puerta cerré los ojos y recorrí con la memoria todos los surcos que mi propio pensamiento ha labrado en el pasillo de la Salud perdida. Mis miedos y mis dragones son otros, pero también son mías otras armas… Aquella mujer, con sus lágrimas, me recordó que como profesionales de la salud nos debemos a todos, no sólo a nuestros enfermos. No importa la frustración o el cansancio o nuestra propia tristeza… Siempre hay alguien en esos instantes que sufre más, que siente más, que está más perdido, y es allí en donde debemos actuar… Aquellas lágrimas han quedado grabadas en mi memoria, aquellos ojos y esa palidez…
Cuánto camino queda aún por recorrer…
Hace unos meses he vuelto a la Uci , he vuelto a recorrer en cada turno , a la entrada y también a la salida , el Pasillo de la Salud Pérdida …
He vuelto por ellos , enfermos y familiares ,
he vuelto por mí…
y por Tí … he vuelto para darte mi mano y recorrer juntos el Camino.
Gracias a ti y a todos los que son como tú, entregados y capaces, es que conseguimos todo lo que logramos y todo lo que intentamos.
Sin vosotros, y sin ti, un médico no es nada.
Precioso relato, como la vida misma, nuestra profesión no es solo cobrar a fin de mes, ese sueldo que algunos creen grande cuando en realidad es muy pequeño, comparado al sacrificio y al desgaste de nuestro ser, otros en cambio no hacen nada y se cobran unos sueldos de escandalo y, tienen la desfachatez de recortar el nuestro; pero no importa, porque nuestro trabajo ( en equipo) es mas, mucho mas que una satisfación de salvar vidas, es sentirse vivo y capaz de ayudar a otras personas en su falta de salud y su tristeza. Gracias por existir y dedicarte a esta bella profesión. Un abrazo
¡Sin ninguna duda es una labor de equipo! Y, ¡desgraciadamente poco valorada. Pero muy gratificante!
Cuánto conocimiento atesorado.