Sorpresas y esperanzas/ Surprises and Hopes.

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside, Lo que he visto/ What I've seen, Medicina/ Medicine

   a Mikel Sanado.

   Hace un par de días, una tarde lluviosa y fría, me dirigía junto a un amigo y colega a jugar un poco al tenis. No describiré aquí lo patético que puede llegar a ser, tras 25 años sin darle a una raqueta (y no, la Wii no cuenta), intentar jugar a algo remotamente parecido al tenis, pero sí lo divertido que fue, lo mucho que me dolieron todos los músculos después, y el buen rato que pasamos tras años sin vernos.

   Casualmente ambos aparcamos en lugares contiguos. Mientras yo esperaba a que él saliese del coche, en la puerta del recinto un coche paró y su conductor bajó la ventanilla y me señaló. Soy muy miope y por lo tanto bastante despistado. El hombre del coche gritó no sé qué y yo le sonreí con esa cara de idiota que tengo cuando no entiendo nada y negué con al cabeza. Pensé que se refería a si había algún sitio libre en el aparcamiento (que no lo había). El hombre del coche aparcó el suyo a la entrada del gimnasio y yo dejé de verlo. En esto mi amigo se apeó de su propio vehículo y me miró sorprendido:

   – ¿No dijo tu nombre?

   Le dije que no le había entendido nada, pero que suponía, puesto que se dirigía al gimnasio, si allí había donde aparcar.

   Como llovía, fuimos corriendo hasta la entrada, donde debíamos dejar constancia de que íbamos usar la pista de tenis. De hecho lo hizo mi amigo, porque yo volví a ser interpelado por esa persona.

   Al acercarse a mí, me hizo de nuevo una pregunta:

   – Eres Juan, ¿verdad?

   Lo miré asombrado. Algo se activó en mi cabeza.

   – Pues sí.

   – ¡Lo sabía! ¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo! He venido con Miguel a rehabilitación acuática, está muy bien desde que salimos del hospital hace un año… Ahora, eso sí, no se acuerda de nada de su tiempo en UCI, pero de todo lo demás…

   Hace tiempo me pasó algo similar en los pasillos del hospital*. Pero allí puedo actuar con más soltura, porque mi rol está claro. Aquí, con unas pintas que prefiero no describir, sin afeitar, totalmente relajado y alejado de mi función principal, me sentía uno más, así que ese buen hombre me cogió aún más desprevenido si cabe.

   En esas, tardé un poco más de lo normal en captar de quién me estaba hablando. Pero poco a poco en mi cabeza se hizo la luz. Y recordé ese rostro de padre preocupado, ciertas raíces vitales comunes, y un largo camino de casi dos años atrás. Estaba sorprendido de que me recordara, de que supiera aún mi nombre, y que me reconociera, a metros de distancia, con tanta claridad.

   Mi amigo esperaba callado, tan asombrado como yo, supongo, tras de nosotros.

   El buen hombre me tomó del brazo y me acercó hasta donde estaba un chiquillo luchando con ajustar su andador, porque las lesiones cerebrales que le habían quedado de secuela le impedían una coordinación motora adecuada. El empeño que el chaval ponía en la tarea, como si se le fuera la vida en ello, era encomiable. Durante un segundo sentí la urgencia de acercarme a ayudarlo, pero algo había en la resolución de sus gestos y en la inmovilidad del padre que ahogó ese deseo.

   – Ha pasado un año y medio y mira qué bien está.

   Me dijo con gran orgullo el padre de Miguel.

   – No se acuerda de nada de la UCI, ni siquiera que tuviese el pelo rapado…

   Mientras decía esto, con su mano acariciaba aquella cabeza llena de un precioso pelo negro lleno de rizos.

   – Pero sí se acuerda del resto…

   – Es normal que no se acuerden de nosotros. Entre la medicación y todo lo que les pasa, es mejor así.

   – Pero nosotros sí nos acordamos de todo.

   En ese momento, Miguel levantó la cabeza. Unos preciosos ojos castaños sonreían. Había conseguido ajustar su andador. Y se hicieron más brillantes cuando encontró la mirada de su padre. Una risa encantadora se escapó de aquella boca. Un pendiente de acero colgaba de su oreja izquierda. Y sus manos temblorosas reposaban en el manillar del andador. Cuando reparó en mí, su sonrisa se cerró un poco.

   – Mira, Miguel, tú no te acuerdas, pero él es uno de los que te cuidó cuando estabas muy malito en la UCI después del accidente… Él es Juan, que fue muy bueno con nosotros…

   Yo no sabía qué decir. En general, consigo rápidamente encajar el caso con el enfermo. En este caso, quizá por estar tan fuera de contexto, o porque veía por fin a uno de nuestros enfermos en un ambiente normal, o porque, además de todo, yo estaba realmente descentrado y emocionado, apenas pude recordar su caso. Rememoré su cama (la número 1) y parte de las pequeñas desgracias del día a día. Recordé que había subido en coma a la habitación, y que teníamos pocas esperanzas en su recuperación.

   Miguel tenía cerca dieciocho años cuando tuvo un accidente de tráfico. Como consecuencia de él, un traumatismo cráneo-encefálico había dañado parte de su cerebro y del cerebelo, y al menos mientras estuvo en la UCI, un coma que a su alta no era muy profundo pero que le impedía comunicarse con su entorno. Pero Miguel, casi dos años después, estaba allí, en un gimnasio, ajustando con dificultades su andador, para acudir a rehabilitación de la marcha, llena la boca de sonrisas y la mirada más pura que había visto en mucho tiempo… Y su padre acompañándolo y reconociéndome en medio de la calle, la lluvia y el tráfico.

   – Pues sí, Miguel, él es uno de los médicos que nos ayudaron a llegar hasta aquí.

   El chaval quiso levantarse, pero le dejé estar sentado. Y en vez de saludarlo con un apretón de manos, mi primer impulso fue acariciar esa cabeza llena de rizos morenos y sonreírle de vuelta. Miguel se echó a reír a su vez y me señaló el andador con cara consternada.

   – ¿No te gusta?

   Era obvio.

   – Sí, es más cómoda la silla de ruedas. Pero los neurólogos nos dijeron que había que caminar para mejorar la coordinación, y nadar, que es lo que vamos a hacer ahora, ¿verdad, Miguel?

   El chico ponía morritos.

   – ¡Oh! En la piscina se lo pasa bien. ¿Sabes? No tiembla tanto. Pero llegar hasta allí en el andador no le gusta mucho…

   Yo me eché a reír. Y mi risa reverberó en todo el gimnasio.

   – Me lo imagino.

   Pocos minutos después, nos despedimos. Yo seguía un poco sorprendido, aunque espero que el padre de Miguel no se diese mucha cuenta de eso.

   Mientras los veíamos dirigirse poco a poco a la piscina, pensé en las esperanzas que hay que albergar a veces; la dureza del presente a veces;  las sorpresas del Destino; las decisiones que se toman a veces y las que toma la Vida por nosotros, y nuestros compromisos posteriores. Si Miguel fuese un chico de treinta años quizá no estaría hoy así. Si fuese un hombre de sesenta, quizá no hubiese salido vivo del hospital. Hemos desarrollado una tecnología increíble que nos permite muchas veces sostener artificialmente la Vida; esta capacidad viene unida, empero, a una responsabilidad mayor, a encarar una serie de decisiones y de consecuencias que pueden comprometernos por siempre: moral como económicamente, social como individualmente.

   Yo no quiero ser una carga para nadie. No deseo que otras personas dejen su vida por mí, para cuidarme. Mientras crecemos, es ley de vida. Es normal pues nacemos desamparados, esperando que se nos sostenga para poder evolucionar, crecer y madurar. Pero después no. A veces, en la situación que estuvo Miguel, muchos enfermos se estancan y  su sufrimiento, y el de sus familiares, no tiene fin. Y no me refiero al dolor físico, al que gracias a Dios podemos hacer frente, si no a un dolor más sutil y profundo, como es el dolor personal, el daño moral, el advenimiento de un compromiso superior. Un bebé da trabajo; una persona adulta con severas lesiones traumáticas, también. Un niño no es consciente de su situación, pues la damos por sentada. Un adulto, sí. En esta balanza de querencias y deberes muchas veces me subo mientras trabajo y la altura de mis sentimientos, la profundidad de mi pensamiento, llegan a darme vértigo y me emocionan.

   Yo no deseo llegar a ese extremo. Si la vida me reserva una sorpresa así, mi única esperanza sería la de la muerte.

   Y sin embargo, esa tarde estaba contemplando la Vida. Miguel, con paso dificultoso y mucha dedicación, caminaba paso a paso un siglo de su vida para llegar a la rehabilitación, y su padre, paciente, junto a él, contando cada uno de esos pasos como un triunfo y cada día que pasaba, como una batalla ganada a la sombra del Fin.

   Los padres de Miguel, y Miguel un año y medio después, habían aceptado las sorpresas de la Vida y encaraban su futuro con esperanzas. Seguro que en ese camino ha habido y habrá noches de flaqueza, momentos de desazón, instantes en que deseamos abandonar toda lucha, encarar de otra manera nuestro presente. Y sin embargo estaban allí. Con una determinación obsesiva construyendo, poco a poco, un destino en el que todos estaban vivos y llenos de esperanzas.

   – Había dicho tu nombre, no me equivoqué.

   Me dijo mi amigo mientras, mojados, llegábamos a la pista cubierta. Yo suspiré.

   – Lo que digas. Pero algo has debido hacer bien para que él se acuerde, no ya de ti, sino de tu nombre, dos años después. Y con esta pinta, para variar. ¿No te dije que íbamos a jugar un rato al tenis?

   Y me dio un raquetazo en el culo que hizo hacerme reír.

   Desde el otro lado de la pista, en medio de un charco de agua, estaba esperando su saque. Lanzó un pelotazo a tal velocidad que me sorprendió (y no sé porqué, ya que mi amigo es muy fuerte; aquél no era mi día). En aquel instante mi única esperanza era responderle con un resto aunque fuese modesto sin tener que ir a recoger mi brazo al medio de la pista. Y lo hice. Aunque salió fuera del recinto y perdimos la pelota.

   – Te la debo.

   Le dije. Pero en realidad se lo decía a Miguel y a su padre.

   Mi amigo se echó a reír.

   – ¡Nah! Olvídalo. Eres un buen tío.

   Y seguimos jugando hasta que terminamos, cansados los dos una hora después, en medio de un temporal universal.

3 comentarios en “Sorpresas y esperanzas/ Surprises and Hopes.

  1. Eres una persona extraordinaria, JuanRa. Sabes ver más allá de lo que muchos somos capaces de hacer (sobre todo, sobre nosotros mismos). Siempre tienes la palabra adecuada, y nunca tu interés es fingido. Tu rama no es la psiquiatría pero, irónicamente, eres una persona ante la que no se puede menos que desnudar el alma.

    1. Eres muy amable, Mikel. Pero siempre es más fácil ayudar a otros que ayudarnos a nosotros mismos… Eso es un reto diario que debemos afrontar a veces con esfuerzo y siempre con algo de alegría.

      1. Teniendo en cuenta lo que cuesta encontrar gente «confiable» (me encanta esta palabra, es un hallazgo), cuando la encuentras, ser agradecido es un deber moral (o ético, como prefieras).

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