En estos días la vida normalita, ésa que no sale en la televisión ni vende exclusivas, se ha acercado a mí.
Que vivimos la mayor parte del tiempo inconscientes del valor de lo que nos rodea no es una frase hecha: es realidad. Las tardes se suceden, llegan las noches con sus augurios de promesa y de nuevo los amaneceres con su alba claridad, y todo lo vivimos en bloque, de un plumazo, llevados por el fluir de los días con gran suavidad. Y aunque puede que esa continuidad insensible sea necesaria, hay momentos, como fogonazos incandescentes, que nos golpean en seco y nos atraen de forma brusca a ese presente inmediato, a ese instante de consciencia en el que todo se hace real: desde el peso de nuestro cabello hasta los latidos del corazón. Y un gemido escapa de nuestras bocas y a veces un lamento y, a veces, una canción. La vida se hace Vida y nos retrata y nos refleja, recordándonos nuestra única dimensión.
El fluir de los días no se detiene ante nadie: no hay poder que logre vencer esa corriente inhumana, no hay ser que venza la llegada del Destino impasible y veraz. Porque sólo hay verdad en la Vida: nacemos, morimos, somos uno con la Naturaleza; volvemos a transformarnos en todo aquello que nos rodea y, lo demás, sólo es ruido, un zumbido molesto y tostón al que nos acostumbramos de tanto oírlo, encerrado entre los paréntesis acuosos del Nacimiento y de la Muerte.
Las amistades van y vienen. El orgullo se entremezcla tanto con el amor, que a veces lo hiere y lo aniquila. El maltrato es flor de un día, pues esa búsqueda indigna de un poder que no existe (que nunca ha existido) ata a la víctima para siempre a la merced de un victimario más débil y perdido, deshecho en jirones de una imagen errónea de la que no lo librará ni siquiera su muerte. La alegría es tan efímera como la tristeza, y sin embargo la huella que nos deja ésta dura mucho más, como una mancha de lejía (de la buena), una cicatriz que escuece para siempre. La belleza se marchita aunque perdure un discreto aroma, por más que intentemos aprehender esa deidad elusiva y caprichosa; la fealdad se dulcifica con los años; la inteligencia puede perderse en su propia vanidad o en los laberintos del Olvido que siempre acecha; la Muerte detrás de la vida, y la Vida por encima de la muerte juegan a los dados sin necesidad de que entendamos las reglas del juego.
Ayer estuve en un funeral. Multitudinario. Una mujer era enterrada, en medio del apoyo familiar y de sus vecinos, ataviada con toda la parafernalia con la que adornamos la muerte: el féretro, las flores, el luto, las lágrimas sentidas a medias, el encuentro social, el rito eclesiástico que no es más que una añoranza de tiempos perdidos, prácticas tan antiguas como la Humanidad cuyos ecos aún resuenan entre nosotros cada vez con menor significado; la juventud que se aleja de los muertos llena de superstición; la vejez que se asoma a ella con cierta resignación y con la misma capacidad de incomprensión; la tarde de verano entre nublada y soleada; los elogios a la difunta, aunque nadie había allí para afirmarlos o rebatirlos; la promesa de putrefacción y del encuentro en esos callejones oscuros que son las tumbas. Todo lo veía con cierta solemnidad y, sobre todo, con sorpresa.
No le tengo miedo a la muerte. Antes bien, me preocupa el proceso más que el fin, el dolor que puede acarrear o la inevitable incapacidad que conlleva abocarse a ella. En esto, como en muchas cosas, sentía diferir de la mayoría de personas congregadas en el tanatorio y después en la iglesia y en el cementerio. Y sin que sea algo extraordinario, ser consciente de eso, una piedra de toque en el fluir del tiempo, hizo que reflexionara durante aquellas horas sobre lo innecesario del drama que vivimos, ese sobrante que nos trae el orgullo herido y la incomprensión y la falta de generosidad con los Otros que nos rodean.
En estos días de vida normalita he perdido el contacto de personas a las que tengo en gran aprecio, separaciones que creen necesarias y justificadas (ninguna lo es) y he reconectado con otras que se habían perdido en el laberinto de los días pasados. Ese reencuentro, como si no hubiese pasado un día aunque suman años, me sirvió para darme cuenta de lo inútil que es nuestro orgullo, de lo vacías que son nuestras intenciones cuando las creemos dueñas del peso de la verdad. Entre esa persona y yo sigue latiendo el mismo cariño, ahora atemperado por las circunstancias; continúa naciendo entre nosotros la misma complicidad. Pero esta separación ha añadido un poso de comprensión que se ve en nuestras miradas, que se palpa en el aire que compartimos: las circunstancias vitales de cada uno ya no son las que eran y, sin embargo, la complicidad y el entendimiento y la aceptación del tiempo ido y regresado ha hecho que ese lazo, nunca muerto, reverdezca con una fuerza inusual y con una comprensión profunda y libre de egoísmo.
Aquella separación, que llevó a crear este blog, real como la vida misma, no ha dejado de serlo, pues somos personas distintas, pero la corriente de cariño, de reconocimiento entre nosotros ha ahondado, ha profundizado, y une de verdad nuestros corazones, nuestro centro y nuestras pieles como el primer día que nos conocimos y que nos dimos permiso (porque nos caímos bien) de llegar a más. El tiempo de curar ha dado fruto, y las heridas causadas por un desencuentro, ahora en el reencuentro, han reforzado los lazos, débiles y diferentes como promesas nuevas, pero únicos, que una vez nos reconocieron y que nunca, nunca, (por más que mi orgullo y el suyo, mi dolor y el suyo, mis necesidades y las suyas lo hayan intentado) se han roto ni han desaparecido de la Vida que compartimos juntos.
Todo es posible en el fluir de los días. Y la única lección es dejarse llevar por la Vida con la lucha necesaria pero no la testarudez, con la firmeza y la valentía y la bonhomía que todos, como personas, tenemos encerrados dentro, muy dentro, y que sólo de vez en cuando, en esta vida normalita que vivimos, sale a la luz para iluminar nuestra existencia y hacerla única, especial.
Mientras el incienso ascendía, mientras las velas lloraban sus lágrimas de cera en aquella iglesia y a cielo abierto en el camposanto, la absurdez con la que vivimos nuestra maravillosa Vida se reflejó en mis pensamientos. Toda separación es una lucha propia, todo malentendido no es más que una puerta abierta a la comprensión. Y a veces necesitamos el silencio de la distancia, y a veces sólo una caricia discreta, para darnos cuenta de ese maravilloso regalo que es la Vida, y que no acaba nunca, nunca, con la muerte, pues navega, como nuestros corazones, nuestros sueños y nuestros desencuentros, por el fluir de los días en entera Libertad.
Y sólo con eso, sólo siendo conscientes de esta simple verdad, podemos llegar a rozar, como ese gran regalo que es, la felicidad.
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