Siento que he vuelto a mi cuerpo. Intento desperezarme un poco. El placer del peso sobre el colchón, la frescura de la mañana recién estrenada después de una noche de calor y cierto sofoco, la suave delicia de los ojos cerrados. Y estirarse lentamente sobre la cama.
Ah…
Venido del sueño, los recuerdos se agolpan en mi mente. Pero los acallo. Ya habrá tiempo; siempre hay tiempo en el fragor del día para volverlos a pensar, quizá para revivirlos si lo merecen y para olvidarlos de nuevo. Ahora sólo siento el placer de mi cuerpo al contacto con las sábanas, el cosquilleo del frescor matutino y los brazos estirados y los párpados caídos, pesados y golfos para abrirse. Y el olor…
Imagino el desayuno sobre la mesa. La luz por la ventana. La jarra de agua fresca, el zumo exprimido, el café al fuego, el mantel y la fruta, la copa tallada. Y tú.
Sonrío. Sonrío como un tonto porque no abro los ojos, no me ve nadie y me causa más despereza.
Sonrío. Sonrío de gusto, del sencillo placer de saberte cerca, de tenerte a mi lado antes de que el día comience. De que seamos uno del otro antes que del resto del mundo. Un lazo que nos une sin ataduras, una especie de complicidad que se renueva cada mañana.
Tu piel. Mi piel. El chasquido de la electricidad entre ambas. Un cosquilleo y el ahogo de una risa. Y la búsqueda del placer y el hallazgo de la paz. Todo a la vez.
Volver del sueño es como incrustarme en un caparazón rígido y sin embargo cómodo, usado de viejo conocido. Y mío. Además, retorno del sueño para volver de nuevo a ti. Siempre a ti. A nuestro plan, a nuestro proyecto, a nuestra complicidad.
Al despertar, el olor a tostadas, mantequilla derretida y a canela fresca inunda de aromas la habitación. Por la ventana abierta pasa el fresco de la mañana recién estrenada, que se cuela entre las sábanas hasta rozar mi piel. Y sonrío. Y extiendo mis brazos para encontrarte a mi lado.
Abro los ojos lentamente… Estás aquí…
Qué felicidad.