Hace casi dos años, estábamos Abel Arana y yo sentados en el Mamá Inés conversando sobre la vida, las relaciones, las despedidas y lo que nos hace únicos y diferentes. En el fondo sonaba una canción que nos gusta mucho y de la que tengo el mejor de los recuerdos: Baby, I’m a Fool de Melody Gardot. El amor y el desamor, las diferencias en la percepción del mismo, la vanidad, el desespero, la entrega, la decepción y la aceptación sobrevuelan esa melodía sugerente y elegante.
Desayunábamos. Yo tomaba agua y él, lo recuerdo bien, una napolitana con queso fundido y un tazón de café con leche, a los que atacaba con verdadera fruición. Me gusta su compañía: es estimulante, a veces quizá demasiado, porque su personalidad es un río a borbotones; pero su sentido de la familia, de lo adecuado, es asombroso y, más que todo, su desarmante sentido común siempre me deja sin palabras. Dueño de una inteligencia superlativa, le pueden las pasiones, a las que se entrega con una confianza que me asombra y me admira a la vez, por lo que sus conversaciones son fascinantes y nunca, por más banales que sean, caen en saco roto.
Durante nuestro encuentro se quedó callado mirándome. Como no soy de los que esquivo la mirada en las distancias cortas, le imité en silencio, esperando oír lo que se veía quería decirme. Por el ventanal del Mamá Inés iba y venía todo tipo de gente en variopinta procesión. Más uniformados de lo que ellos mismos se daban cuenta, por la calle Hortaleza desfilaban hombres y mujeres, cada uno enfrascado en sus propias vidas, queriendo gustar, deseando hacerse notar, ansiosos a veces, otros despreocupados y otros perdidos. La calle en otoño comenzaba a clarear a la luz del mediodía y el fluir de ida y de venida comenzaba a hacerse notar cada minuto que pasaba.
Mientras Abel se mantenía en silencio, se me dio por ver a través de los ventanales todo ese trajín matutino, poco diferente del que posee a cualquier otra hora del día, salvo por la delicada neblina de una mañana de finales de octubre. No sé qué expresión tenía yo en aquel momento, pero debía ser muy reveladora. Me tocó la mano para atraer de nuevo hacia él toda su atención.
– No vivirías aquí, ¿verdad?
La pregunta tenía muchas lecturas. Soy, literalmente, un chico de campo con una pizca de urbanita (cada vez más pequeña); desconozco en profundidad el ritmo de una vida que parece ser llevada al extremo y abandonada de repente: el trabajo dura lo mismo que el amor eterno que se olvida a la mañana siguiente, y una mirada entre hambrienta y juguetona parece contemplarlo todo con cierta sorna y desapego. El ambiente del barrio de Chueca (Madrid) pasa por ser el más tolerante y diverso del país, con sus casas de placer, con sus fiestas interminables, su gran facilidad para encontrar de todo: desde un orgasmo rápido hasta un kilo de cebollas, y su carencia total de piedad y cariño por los demás. Sin embargo, lo bello se separa de lo feo con asco; lo atractivo de lo repugnante; lo serio de lo fútil; la ausencia de sutilidad no está reñida con el sarcasmo, y la tan mentada tolerancia sólo se mide en centímetros y en unidades, no en personas o intereses mutuos.
En aquel momento la imagen que yo tenía delante de mí era la de un lugar donde las diferencias coexistían con cierta armonía, pero los propios miembros de esa sociedad diferente no se alejaban de los prejuicios de los ambientes más clásicos, antes bien los alentaban con la creación de etiquetas, locales determinados y gustos determinados, chistes beligerantes e hirientes y, muchas veces, un desenfado cruel. Nada en él hacía atractiva mi idea de mudarme; la idea de que, para ser aceptado en esa estructura de poder, deba ser colocado en un compartimiento estanco del que me estaba prohibido salir si no cumplía los requisitos adecuados, lastrándome a una casta dentro de las miles que cohabitan en ese mundo, y que me impedía, con leyes no dichas pero poderosísimas sobre el ego, el respeto y la sensibilidad de cada persona, a acercarme a otro que desease si no encajaba en los límites adecuados de la raza a la que pertenecía, me dejaba helado.
El sitio de la libertad y la aceptación se me revelaba, como cualquier otro ambiente inhumano, lleno de prejuicios, repleto de sueños rotos y tan cruel como la sociedad de la que se jactaba ser diferente.
– No. No viviría en Chueca. Me atrae durante unos días, es maravilloso vivir este ambiente de libertad, esta sobrada locura… Pero no, hay algo que no me gusta y quizá sea lo rígida que es, lo poco tolerante que es y lo poco diversa que, en el fondo, es.
Él me respondió ladeando al cabeza. La trilogía Historias de Chueca (de aquella estaba a punto de salir publicado Más), dentro de su humor escatológico y divertido, lleva velada una crítica semejante, intenta ser una llamada sobre lo que se ha hecho con un sueño de libertades y se ha transformado, gracias a las normas sociales, en una caja llena de compartimentos estancos en donde la vida pasa sin pasar; en la cual la exactitud del tiempo se mide en belleza y en logros físicos o económicos y no en compresión, apertura, aceptación y mezcla. Y no está mal que así sea: a fin y al cabo todos somos sociedad, todos somos seres humanos. Las cantadas diferencias por ser gais no son tales, puesto que el desenvolvimiento de la colmena social reproduce palmo a palmo el esquema de toda estructura conocida, llena de imperfecciones, de envidias y a veces odio, de actitudes segregacionistas (sí, los gais también son machistas, xenófobos y astutos negociantes del temperamento humano) y, a veces, de verdadero cariño, de lealtades puras y de generoso amor.
– Además, apenas tiene árboles. No soy de asfalto, si no de parques.
Ambos reímos. La napolitana ya no estaba y el cuenco de café estaba semivacío. Llevaba fumados un par de cigarrillos.
– Sabía que no. Chueca no es para ti. Y menos mal. Hay que huir de ella antes de que se meta en la piel… Después es tarde.
Puede que tuviese razón. No me gusta ser distinto, pero reconozco que aún en Chueca lo soy. Me aterra a veces la idea de ser un verdadero Outsider, alguien que no consigue conectar con lo que le rodea. Una especie de isla en medio de un mar encabritado a veces y a veces en calma. Y eso tampoco es bueno.
Nadie puede alzarse en dueño de la Moralidad. Y mucho menos los partidos políticos o instituciones supuestamente divinas: todas estas formaciones siempre persiguen algo. Tampoco nadie puede alzarse con el derecho de dividir a la humanidad en normales e invertidos, en heteros y gais, en negros y blancos: el mundo escapa siempre, siempre a la clasificación única e irrepetible, puestos que su constante cambio es la base misma de esa insabilidad y de ese desvarío.
No: Chueca no es el paraíso de lo diferente. Es el paraíso de una libertad contracturada, que es mucho mejor que no tener ninguna, pero cuyo fin aún no está del todo conseguido. Mientras veamos al vecino por el rabillo del ojo, mientras no nos aguantemos las ganas de cotillear y de definir y de valorar a los demás por logros o aptitudes físicas o meras conveniencias sociales, aunque estos convencionalismos parezcan novedosos, Chueca no será más que un gueto, variopinto y divertido eso sí, pero cruel y duro al mismo tiempo, en el que la sociedad a la que pretende superar está tan anclada, tan sembrada en su uniformidad, que aún me asombra que nadie se dé cuenta de ello antes de acabar atrapado en la vorágine de su existencia diaria y sin fin.
Y no es algo malo: Chueca es nuestra sociedad actual, nuestra forma de vida de hoy; nada hay en él, por debajo de una superficie fuera de lo común, que lo aleje de lo común, que lo identifique por encima de cualquier estructura creada por el ser humano. Chueca, crisol de variedades, quizá aún no tiene sitio para un outsider como yo. Y no me molesta ni me preocupa, antes bien, me maravilla. Y cada vez que visito el barrio me lleno de su energía, disfruto de su notoria belleza, y de su evidente desparpajo. Nadie ríe más que en Chueca, y nadie hace más lo que le apetece en los perímetros de este barrio de Madrid. Pero, desengañémonos, Chueca no es el Paraíso, aunque se parezca, muy mucho, al este del Edén.
Cuando salimos del Mamá Inés, yo con mi maleta en la mano y Abel con un cigarrillo en la suya, nos despedimos con un par de besos y un abrazo. La canción de Melody Gardot (que tanto me recuerda a Philippe Servais) ya había terminado y Chueca despertaba con todo su esplendor. Subimos por la calle de Las Infantas hasta la calle Fuencarral, alborotado bulevard de tiendas, gentes y peticionarios, y nos separamos de nuevo con un abrazo. Él se encaminó hacia Gran Vía. Yo, hacia Tribunal. El ruido de las ruedas de mi maleta salpicaba una y otra vez mis pensamientos…
No, no me gustaría vivir encerrado aún más en compartimentos estancos, en celdas en las cuales yo no haya elegido estar. Pero Chueca es un proyecto vivo, una idea maravillosa, que debe evolucionar y cambiar, como todo invento humano, en busca de su perfección. Mientras tanto, me dejo atrapar por su embrujo gitano de vez en cuando, por el hechizo de su maltrecha libertad y encontrar allí un mundo de personas maravillosas de las que aprender siempre y por las que ser siempre feliz, a trozos puros y reales.
Bien.
Pero ser outsider es algo que sucede, no algo que se elige…no he sido otra cosa toda mi vida…así me va…:-)
me a gustado. se te da bien espresate al contar lo que sucede.
Gracias, pero si duda haría falta una refelxión más prolongada, pero la idea que tengo (y que se ha visto reforzada este año) sigue siendo ésta en esencia.