Esperando/ Waiting.

El día a día/ The days we're living

   Pelo rizado y moreno. Ni largo ni corto. Balanceándose con el viento.

   Delgado, vestido a la moda. Camisa blanca de puños algo descuidados, pantalón negro hasta los tobillos. Zapatos de marca. Cinturón de hebilla indiscreta.

   Sobre la pared una pierna y, con una actitud irreverente y tranquila, espera de pie comiendo chucherías.

   No parece esperar por nadie en particular. Desde donde se encuentra, contempla el jardín maravilloso de verdes y flores. Desde el pie de esa colina guarecida por la pared, el viento acaricia sus rizos y los libera de forma graciosa.

   No parece estar pensando en nada. Sólo ve la vida pasar.

   No parece querer nada, apoyado indulgente sobre la pared de piedra que le sirve de cobijo, salvo quizá ver las horas pasar.

   Ni siquiera está ansioso. Comiendo sus palomitas con la misma pulcritud con que engulliría un plato exquisito, indulgente se detiene bajo al sombra de la pared y se olvida de todo y lo que le rodea.

   Delante de él el atardecer de junio se hace eterno. Rosas iridiscentes pelean con el gris plomizo de las nubes; se tiñen de naranja y oro y el sol, adormilado, se cubre con un manto de azul transparente. Y sigue comiendo indiferente y sigue pensando sin pensar, esperando por siempre.

   Alto, delgado como un largo día de verano, su cabeza llena de rizos volátiles enmarca un rostro inexpresivo, que espera el paso de las horas como el paso de la gente que viene y va, casi sin importarle.

   Esa indulgencia, esa poco pretendida elegancia que puebla todos sus ademanes, destacan en medio de un paisaje que debería ser austero pero amable, práctico pero hermoso. Qué cosa más rara, el hombre que espera las horas comiendo unas palomitas.

   Pero si se mira más de cerca, sus ojos verdes bailan achispados, su boca frunce quizá más de lo debido ese tentempié ridículo; la bolsa transparente parece flotar entre sus manos y el viento que sopla alrededor.

   Delgado, parece esperar el paso de unas horas que en un hospital no pasan nunca. Contemplando el atardecer lento, siente que la vida sólo está para ser observada y, quizá, para ser gozada en porciones pequeñas, con los gestos delicados de su propia elegancia.

   Camisa blanca de puños desabotonados, pantalón negro a la moda. Zapatos de marca. Cinturón de hebilla. Y rizos, bellos rizos morenos envueltos de aire.

   Esperando a que la vida pase sin importarle cómo; sin necesitar ser observado o admirado o simplemente deseado, su indiferencia sólo molestaría si no fuese tan hermoso. Pero como todo lo bello, es distante. Y esa distancia entre la pared en la que se apoya y el mundo que fluye es más real que imaginaria, más palpable que ideal.

   Pelo rizado moreno. Ni largo ni corto. Esperando por siempre balanceándose con el viento.

   La bolsa de palomitas, vacía, escapa henchida de aire y va a parar sabrá quién adónde. Como el corazón que lo contempla. Como su mirada indiferente y verde.

   A veces así también es la vida.

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