Lo que trajo el viento/ What Wind Brought With.

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Leí Lo que el viento se llevó con trece años. Aquel chaval romántico y apasionado, capaz de pasar las noches en blanco debajo de las mantas para no ser descubierto, bebía historias con una ansiedad sedienta de novedades. Por mis manos habían pasado cuentos y obras cortas, poemas y canciones de otros lugares y tiempos, algunos cómics (como Mafalda), e incontables imágenes de grandes enciclopedias que encerraban no sólo el saber, sino la aventura y la pasión de todo lo que tenía que ver con la vida.

Aquel chaval oía a Aute cantar entre amigos, y a Supertramp; dos años después, leería a Sartre y a Tólstoi (abandonándolos pronto, eso sí), pero las aguas encendidas por el teatro del Siglo de Oro, por los versos de Aquiles Nazoa o de Rubén Darío (el maravilloso Neruda aún tardaría un poco en aparecer por completo) y por ciertos pasajes de El Mío Cid y El Quijote, encontró en esa novela-océano, un puerto natural, una escalada insólita e inmensa para sus trece años.

Me gustó tanto la historia encerrada en Lo que el viento se llevó, en edición maravillosa del Círculo de Lectores, que llegué a saberme pasajes enteros. Durante las semanas que siguieron a abrir sus tapas, y que alargué conscientemente cuanto pude, conviví con todos los personajes el tiempo del Sur, sus lamentos, sus locuras segregacionistas y raciales (eran tan diferentes…, y tan similares); el horror de una guerra que todo lo deshace;  el dolor por la pérdida de un mundo que no volverá jamás; el ansia de la pobreza, la desazón y la amargura, y el siempre vigorizante deseo de salir adelante.

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Por descontado, el drama romántico podía sobre todo. Era el centro, en realidad, de esa vasta historia. Pero, posteriormente, algo más importante que los devaneos de cuatro personajes que representaban una forma de ser en el mundo, comenzó a aparecer entre aquellas páginas, y era el retrato del Sur, lo bien expresado que estaban sus hábitos, su estilo de vida; entre los miriñaques, los quitasoles, los encajes y los galanteos, el aroma de la tierra roja, la sombra de los magnolios y el retumbar de cascos de caballos, se levantaba un edificio histórico, un fresco detallado, de lo que fue en un tiempo y lugar, y cuya insensatez, su propia juventud, hizo que fuese llevado por el viento de la vida.

Lo que el viento se llevó es una novela histórica con aroma romántico; no nos sorprendería salida del siglo XIX, si no fuese por esa visión, ya muy moderna, de un mundo perdido y en ruinas. Romántica en los colores con los que pinta la vida del Sur de los Estados Unidos; la melancolía que absorbe cada una de sus líneas; el detallado dibujo de los vestidos, de los muebles, los usos y costumbres, y las lánguidas canciones y los modales pasados de moda. Por lo mismo, es una novela costumbrista, que intenta rescatar del inmediato olvido un mundo aniquilado y hecho cenizas, barrido por el viento del cambio; y es una novela escrita por una mujer, sobre una mujer, que es un mundo, y como tal, complejo y espléndido a un mismo tiempo.

Margaret Mitchell enlazó sabiamente dos historias de temperamento similar y pasión arrolladora: Escarlata O’Hara y el viejo Sur norteamericano lo viven todo, lo arriesgan todo y se reconstruyen a sí mismos con pocos lamentos, con muchos esfuerzos y con una determinación, que nos sirven de retrato del verdadero alma norteamericano, que otros escritores de más fina pluma (¿realmente?) o más cínicos o más incisivos, no supieron desplegar tan bien, o no de una manera tan efectiva como ella.

¿Con trece años? Con trece años una historia romántica, de tanta fuerza y determinación, prevalece sobre todo lo demás, por más que esos detalles se valoren con incipiente raciocinio. Una película mítica, una música singular, una fotografía única, unos actores maravillosos, vinieron años más tarde a amenizar las largas noches de estudio, haciendo ruido de fondo, compañía más nítida pero menos humana, que aquellas líneas fantásticas sobre el amor desmesurado a la tierra, a los sueños y al error que una vez el viento se llevó.

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