Estaba distraído mirando no sé a qué. Me incomodaba molestarlo, tan abstraído que ni cuenta se había dado de mi presencia. Intenté tropezar con algo, pero no encontré nada adecuado que no revelara mi sana intención de interrumpirlo. En mi indecisión, el tiempo pasó rápido, comiendo segundos como sembrando ansias. Lo veía allí de pie, con los labios entreabiertos, humedecidos lo justo, brillantes a la luz del atardecer de enero, con el sol caído y llamativo, suave y discreto al mismo tiempo. Le caía en sombras detrás de los hombros, anchos y relajados. No creía que se acordara de mí, cuando coincidimos en las escaleras; o ayer, en el ascensor. Yo no podía dejar de mirarlo, aspirando la esencia de madera y cayena que exhalaba su piel. Aún me estremezco al recordarlo… Pero él seguro que ni se había fijado. No estaba en mi mejor momento (¿cuándo lo estamos?); iba de aquí para allá sin descanso; no dormía apenas, y apenas comía. Había adelgazado, cosa que nunca está mal; pero me notaba la piel demacrada, el cansancio asomándose por mis ojeras. Pero él seguro que no se había fijado, tan ocupado siempre y siempre tan callado; con su media sonrisa y sus ojos de cielo abierto, castaños como dos pozos que manaban luz y seriedad. Pues era muy serio, o al menos lo parecía. No regalaba risas ni tampoco halagos; era recto, seguro, trabajador, constante, de satisfacción complicada, de voz profunda y melodiosa; de ademanes tranquilos y calculados; de manos finas y dedos largos. No se había fijado en mí ayer en aquella bocacalle, cuando se le escaparon varios folios jugando con el viento y yo le ayudé a recogerlos. No me vio llegar tarde hoy, por más que apuré el paso para llegar primero que nadie; no supo que traía café recién hecho y algunas galletas que espero no estuvieran rancias ya. Soy un lío cuando estoy en un lío, y vaya si me metí de lleno en éste. Porque él era un problema. Era irresoluble, inalcanzable; una estrella nocturna que aparecía cada mañana y colgaba su brillo eterno hasta que me acostaba pasada la medianoche. Su recuerdo me duraba todo el día que lo veía, y el día que no venía me causaba dolor de cabeza y, secretamente, dolor de corazón. No sabía nada de él, pero lo sabía todo; todo lo que me importaba. Era alto, de rasgos hermosos sin llegar a ser perfectos; con una boca de rosa pálido y unos dientes discretamente apiñados en esa caverna oscura. Y su voz, y su voz… Aquellos sonidos me estremecían con un descaro desvergonzado; aquel arrullo me obligaba a mantener los ojos abiertos a la noche y me entretenían dibujando su mirada oblicua, sus ojos de negro pozo, hasta que caía de cansancio en el arrullo del sueño.
Y estaba mirando no sé adónde y parecía no haberse dado cuenta de mi presencia. Me entretuve jugueteando con unas carpetas desordenadas, y tanta distracción tenía, que cuando oí su voz llamándome, casi se me caen al suelo con un estrépito clamoroso… Sabía mi nombre. Lo sabía. Apenas me levanté del suelo con las hojas hechas un manojo de nervios en mis manos, lo miré a la cara. Y sonreía. Aquel rostro único sonreía, me sonreía a mí, y el cielo se detuvo en un atardecer más lento de lo habitual. Me sonreía a mí. A mí. Y sus ojos castaños nadaban serenos sobre una risa de plata y su voz de arrullo lanzaba al aire indeleble la danza de mi nombre. Y se acercó a mí y me tomó del brazo, y su roce agitó mi piel, alterándola para siempre. Y me tocó. Me dio su mano sonriéndome con toda la boca y comiéndose mi corazón. Y entonces supe que él sabía. Y supe que él sabía todo de mí: mi nombre, mi impuntualidad justificada, mis miradas furtivas en las escaleras, mi intento moribundo de hablarle cientos de veces; mi ansia colegial, mi dulce deseo, mi atáxico caminar en su presencia. Y me sonrió de nuevo, y me tomó de la mano y me llevó hasta la ventana y me enseñó el mar en calma, el sol en llamas colgado del cielo y el viento de invierno comiéndose los bordes de las ventanas. Y supe que él me había visto desde el primer día, y me había esperado con una esperanza inventada, y había deseado ese encuentro fortuito como quien desea un trazo de estrellas… Y yo, que no podía con los nervios, lo olvidé todo de golpe: lo que quería decirle, lo que había ido a hacer allí, lo que me preocupaba… No me acordaba ni de mi nombre… Y él se reía de mí y conmigo, y escondía esos pozos de luz entre los párpados de arena, y su voz de cascada cayendo sobre mi cuello y sus manos de seda acariciando mi piel… Y supe, y supe en aquel momento como en una revelación que, gracias a él, mi vida nunca, nunca sería la que había sido hasta ahora. Sólo al tocarme. Al acariciarme. Al abrazarme. Al amarme en secreto, como yo a él.
Él me ha tocado, me ha tocado, y con ese roce, ya nada en mi vida será lo que una vez fue.
DIVINO, ME ENCANTA LA FORMA EN LA DESCRIBES LOS MOMENTOS Y LA SENSACION DE BIENESTAR TIENES «TACTO» FELICIDADES, : )
Muchas gracias!
Me declaro incapaz de escribir algo tan íntimo en un blog.
Por eso me repito: este texto está muy bien.
Una instantánea o esos pequeñas grabaciones de celular que duran 10 segundos, pero hecha con palabras. Muy bien.
Te das cuenta cuando una persona escribe con el corazón cuando èste con sus descripciones narradas es capaz de rozar el tuyo y hacer que se pase por tu imaginación cuando lo lees las escenas que tus ojos estàn siguiendo palabra tras palabra, con las sensaciones que percibes y recreas en tu mente
Muchas gracias. La magia está en el contacto ente e la evocación y quien lo lee. Y el milagro es éste. Muchas gracias de nuevo.
Me ha encantado, enhorabuena… tus palabras transmiten sensaciones, sentimientos, sensualidad… Muchas gracias!
Muchas gracias, José Antonio. De verdad.