Igual que tú/ Exactly Like You.

El día a día/ The days we're living, El mar interior/ The sea inside

En este mundo en perpetua expansión que llamamos Internet (es decir, el universo entero) la vida está llena de sorpresas. Unas mejores que otras, desde luego; y las hay también cegadoras y fascinantes. Conocer a dos personas deslumbrantes en todo el sentido del término ha sido uno de los mejores regalos que ha tenido mi vida. Seres vitales, apasionados y fríos al mismo tiempo, con tanto en común y tan distintos; tan separados y tan unidos, que aún no salgo de mi asombro y de mi agradecimiento por esa red de casualidades que han acabado enlazando mi vida con la de estos dos seres maravillosos.

El mundo gira, y nosotros con él. Las casualidades, a veces buscadas; las oportunidades del presente, qué sé yo. Todo juega un papel en el azar humano, casi el destino, que nos lleva a pensar que, pese a todas las circunstancias vitales que nos rodean, el momento en el que cruzamos miradas, nos saludamos con un apretón de manos y tomamos un café, estaban determinados y eran los únicos, los mejores, los adecuados. Eso me ha pasado con Abel y con Philippe.

De habitual, intento ser cuanto más personal más elíptico; cuanto más cercano, más intrincado. Todo tiene un límite, y el pudor y la decencia aún más. Y, sin embargo, esta vez intentaré hacer una pequeña excepción. El lazo (si es un lazo) que nos une tiene mucho de inhabitual, de poco corriente, de extraño. Y sin embargo se ha gestado con las fuerzas telúricas del corazón, templado a fuego por las circunstancias, y sembrado con ciertas dosis de locura pasajera que, vista de lejos, sólo me arranca sonrisas.

De habitual, intentaría disfrazar mis pensamientos con imágenes más o menos recargadas, llenas de una hermética poesía que puede que sólo yo entienda; no quiero decir con esto que intente jugar con el lector o no quiera decir lo que pienso: todo lo contrario, porque no hay una entrada en este blog que no haya sido escrita con cariño y porque no hay nada que no haya querido decir en esas líneas. Si hablar de nosotros nos ruboriza y, a veces, hasta nos da pereza; hablar de los demás, y aún más, de los amigos, puede incluso inhibirnos hasta límites insospechados. O al menos a mí. Por eso intentaré, en esta entrada, ser un poquito más lanzado y dedicarles, con fervor casi religioso, unas líneas a dos personas a las que admiro y tengo en alta estima; que me enseñan pasión, locura y desprendimiento cada vez que me acerco a ellas, y que se abren a la vida sin miedos y sin cortapisas, abrazando lo bueno y lo malo con la misma pasión y la misma locura.

Ambos han nacido en noviembre: uno a principios, otro a finales. Uno es rubio y el otro moreno. Uno más alto que el otro. Y los dos son personas atractivas de verdad, sin caricaturas ni dobleces; están llenos de miedos y de cariño, y reparten frío y calor a partes iguales. Cada uno entró a mi vida (y yo a las suyas) por distinta puerta, pero a través del mismo pasillo. Y conocerlos personalmente sólo ha refrendado ese sentimiento de coincidencia y de amistad que la red nos ofrecía desde su virtualidad presente.

Philippe, un hombre de elevada densidad, lleno de sutilezas centroeuropeas; es dueño de una de esas sonrisas desarmantes y de unas manos delgadas con dedos ligeros y dóciles, que simulan a veces porcelana y a veces garras afiladas. De voz suave e interesante; lleno de una vida de cristal, de una límpida belleza y de una resistencia férrea y de estructura marmórea. Un ave de paso, un alma que lucha por ser mejor de lo que ha sido, por encontrarse en medio del ruido del día a día, y por superarse a trompicones respondiendo, como sólo los seres humanos podemos hacer, a las sorpresas de la vida. Philippe es poseedor de una inteligencia vibrante y de una cultura profunda que prefiere, sin embargo, quedar agazapada, pasar inadvertida. Busca, se agita y encuentra, sorprendiéndose en el proceso y deleitándose con sus hallazgos; a veces maravillado, a veces ácido, a veces mordaz; su conversación es amena, profunda y locuaz una vez que supera una timidez inicial más escudo que arma de defensa. Nos conocimos y nos reconocimos uno en el otro con una sonrisa, y ese momento de extrañeza, que puede durar siglos, se evaporó a los pocos minutos de entablar conversación: no era un extraño con el que nos tropezamos en la calle sino el amigo cuyos pensamientos, puede que inconexos, hemos llegado a compartir antes de tiempo. La extraña magia de Internet. Y aún recuerdo sus andares, de rara seguridad; el pelo rubio muy corto, la barba recortada, los ojos azules brillantes y serenos, y la sonrisa más invitadora que haya visto en mucho tiempo. Fue como llegar a un lugar muy conocido, donde todo es nuevo pero que sabemos donde está; fue como aterrizar en lugar seguro y, aún así, vivir sin brújula y sin mapas, atento a las novedades y enamorado de ellas. Philippe es un hombre maravilloso en muchos sentidos, y que enriquece la vida de todo aquél al que se acerca; y es dueño de una personalidad desarmante, tierna y juguetona en su aparente seriedad, que se despliega en la sonrisa más atractiva imaginable. Cuando ríe se oyen las alas de los ángeles, y sus ojos desaparecen en medio del deleite… Philippe, Philippin, un hombre encantador, un ser humano brillante, excepcional. Una de las maravillas de mi vida.

Abel es un terremoto: de sentimientos, de verborrea, de gestos y de extremos. Es un huracán, el mar embravecido que lo ha visto nacer, la lluvia que cae y los relámpagos enceguecedores. No hay nadie que no haya sido tocado por la magia de este hombre de maravillas. Atractivo a rabiar; de una voz de catacumba, sensual y estentórea; imprime tal pasión a lo que dice y a lo que hace, tanta energía, que es un generador, una bujía eterna. Todo en Abel es inflamable: los gestos, las miradas, los sentimientos. Todo en Abel está hecho para ser vivido de adentro hacia afuera. Y todo en Abel son extremos: signos y síntomas de una vida admirable. Dueño de una inteligencia extraordinaria a la que sólo le gana un tesón que mueve mundos y renueva universos, tiene una creatividad desbordante, un espíritu juguetón y un ánima de artista que lo hace peculiar, es decir único. Hay personas que nacen para ser vistas allá donde van, porque desprenden un aura especial: Abel, con su espíritu dispuesto, su candidez de siglo y medio, su disposición abierta y educada, su condescendencia, su simpatía sin igual y su enorme capacidad de dar, es un imán, una guía. Es uno de esos hombres adorables; enorme, de grandes manos y fuertes brazos de grúa; lleno de energía y de deseos por cumplir. Su voz ronca, profunda, en la que retumban ecos del Mar del Norte; su mirada quizá algo cansada, que esconde un alma delicada, amante, tierna y dulce; y su constante lucha, su completo abandono a todo aquello que no sea su orgullo, su determinación y su lucha. Abel, siendo el más fuerte, con sus rasgos recios y viriles, con su andar rápido de Mercurio, es sin embargo el que más inspira cuidados; nadie puede resistir que un hombre tan grande tenga tal corazón de oro sin que le invada una enorme necesidad de protegerlo, de adoptarlo. Y de admirarlo. Todo en Abel es un exceso, porque el exceso es Vida. Hace de la creación una cruzada y de su talento una cruz. Estar cinco minutos a su lado y no sentirse atrapado por esa corriente de energía, por esa palanca eterna, es muy difícil. Y no dejarse atrapar por esa ternura sin igual, por esa mirada enternecida, y por esa inteligencia brillante, es casi una labor imposible. Abel es un seductor nato; un luchador único, y un gran artista del disfraz. Pero no seré yo quien le reproche eso. Un corazón que late a tal velocidad sufre siempre un riesgo; él lo sabe y lo asume, y esa sumisión a las cosas que deben ser, y esa falta de miedo, lo engrandecen y lo hacen ser aún mejor persona de lo que ya es. Y eso es algo muy difícil de igualar.

Ambos han nacido en noviembre. Ambos han estado y estarán de cumpleaños. Vaya manera más extraña de desearles la paz que buscan, el éxito que atesoran, la locura calmada del corazón y la realización de sus sueños. Dos hombres con los pies en el suelo, llenos de una integridad diáfana y de un corazón de cristal. Dos hombres que me inspiran a ser lo mejor de mí mismo, exactamente igual que ellos. Y aquí queda.

¡Feliz Cumpleaños, Philippe!

¡Feliz Cumpleaños, Abel!

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