Una de las fortunas (de las muchas que he tenido últimamente) en mi viaje a San Francisco fue encontrarme en el SFMOMA (San Francisco Museum of Modern Arts) con la retrospectiva: Richard Avedon, Photographs 1946-2004.
Arte en estado puro, Richard Avedon desarrolló una carrera casi sin igual dentro de los fotógrafos del siglo XX. Fue el primero en acercar la moda al arte de la fotografía y al riesgo, estableciendo un diálogo unitario entre la ropa, los modelos y el ojo del fotógrafo; fue el primero en transmitir ideas y sensaciones a través de un gesto, un volante o un zapato al vuelo. Hizo de las modelos iconos de estilo, y de los iconos de estilo, sueños inmortales. Acercó la emoción a la moda y la moda a las calles, a través de sus publicaciones en revistas como Harper’s Bazaar y, posteriormente, Vogue o Life.
Revolucionó el mundo del retrato, y nada le era adverso. Fue el fotógrafo de las estrellas: del cine, de la música, del deporte. Y de la política. Pero, así mismo, de la Norteamérica profunda, esa masa callada, lenta, inamovible al progreso moral, que sólo brilla al caer la tarde, cuando el duro trabajo finaliza y se cierran las puertas del día.
Retrata el alma de sus modelos. Ver el rostro cansado de Marilyn Monroe y, sabiendo lo que sabemos ahora, encontrar en esa mujer adorada por muchos, ciertos rasgos de tristeza; saborear la torturada locura interior de Janis Joplin, riendo sin embargo al porvenir; ver el futuro del mundo en la sonrisa de John Fitzgerald Kennedy; los rasgos mastodónticos de un Ronald Reagan en la cima del poder; la efímera monarquía de Andy Warhol rodeado de sus acólitos; los rasgos confusamente frágiles de Twiggy con su melena al viento; la belleza sobrenadante de Sofía Loren, y los ojos en llamas de Audrey Hepburn. Pero también la misantropía de Capote; la sonrisa cansada de Mandela y la obsesión del autor por el propio paso del tiempo, que se autorretrata con la misma fuerza y la misma dictadura que al resto de sus modelos.
Una fotografía de Avedon es el retrato de un carácter. Me recuerda, con esa mirada intensa que era capaz de desnudar sentidos, sentimientos y personalidades, la misma intensa capacidad que los pintores españoles del siglo XVII tenían para componer sus obras maestras: Inocencio X no soportaba su imagen, de lo viva que era; las vírgenes rodeadas de querubes alados son seres carnales; el enano; el idiota; el hombre con la mano en el pecho; un rey con opalino poder; un grupo de mujeres cotilleando… Richard Avedon nos regaló en su obra el reflejo que el poder, la fama o la celebridad borda en los rasgos, en las veladas sonrisas y, sobre todo, en los ojos; el cansancio que hay tras la imagen; y la personalidad verdadera que se esconde tras el umbral de lo pasajero. Y lo hizo rompiendo moldes, estableciendo técnicas, jugando con el riesgo y la extenuación; pues no en vano cuentan que hacía que sus modelos posasen una y otra vez hasta agotarlos, porque sabía que en el cansancio las fronteras se relajan, se pierden las fuerzas y el vestido cae, dejando la desnudez a flor de piel.
La exposición del SFMOMA es exquisita, pues, además de sus retratos y de los originales impresos de las revistas de la época, nos permite la visita a un museo de arquitectura fascinante con su eje central cilíndrico, mole de granito negro y de hormigón y mármol blanco, repleto de una luz natural que entra a raudales por la claraboya del techo, comunicando la luz del día con la luz de las imágenes, jugando ese juego de sombras naturales que el Arte teje en nuestros corazones una vez nos dejamos seducir por él.