El tiempo pasa y el silencio con él. Forma parte de cada día, de cada respiración, de cada latido del corazón. Y llega a absorbernos tanto, que pronto quedamos sin palabras.
Algo así me ha ocurrido. Mucho que pensar y mucho que sentir, pero todo queda aparcado para un segundo tiempo, un esperar a ver.
En la hora solitaria pienso en todo lo que ha ocurrido. En lo que pudo haber sido. En lo que fue. En lo pagado a golpe de sentimientos, de penalidades. Y en lo que significa una lucha y una pérdida.
Puede ser un amor o un compromiso moral, en la hora solitaria lo único que vale es el sabor de la vida pasada ante nuestros ojos y entre nuestros brazos; los instantes repletos de felicidad y también de dolor; en los sueños que chocan con la realidad, y en aquellos que se hacen verdad de puro afán y empeño.
Podemos llevar la vida a un lado, aparcarla durante un tiempo, por siempre breve: puede acabar con la muerte o puede empezar con ella. Lo estoy descubriendo. En la hora solitaria donde el mundo fluye, un recuerdo asciende, una meta aparece. Y sé que te necesito y que tú estarás siempre aquí, por ti y por mí, sin motivo alguno, de puro fiel y de sola cabezonería.
El silencio me rodea y me he acostumbrado a sus ecos. Embrujan y seducen, y se comen las palabras habladas y también las escritas, llenándolo todo de vacío. Y puede que eso sea bueno, o puede que no. En la hora solitaria me lo pregunto y me lo respondo.
Y siempre eres tú.
Te necesito para recuperar mi voz, para encontrar la inspiración y una nueva meta, como llegar a tu corazón o salir de él, o abrazarte o dejarte ir. Y así liberar este torrente que se arremolina en mi pecho y a veces no me deja ni respirar ni dormir ni vivir.
Te necesito. En la hora solitaria. Ahora lo sé. Y así la dejo pasar. Hasta encontrarte de nuevo.