Dos platos, un mantel descentrado.
Dos tenedores, dos cuchillos; servilletas blancas, de papel.
La ventana entreabierta. Se escapa el perfume embriagador de una cena recién hecha.
Sobre la mesa, una vela. Y un pequeño jarrón con una margarita algo ajada.
Dos sillas, con el respaldo algo ajado; dos cojines de colores incombinables cubren los asientos, para hacerlos más cómodos (han conocido días mejores).
La luz tenue, que llena de sombras y de sonrisas el alegre rincón. Y una música suave que lo envuelve todo.
Una mirada nerviosa, un además intranquilo. La voz indecisa, el corazón que late fuera del pecho.
Una mirada tranquila, que lo admira todo: la sencillez de lo bello, la eternidad de lo fugaz. Y sonríe.
– ¿Te gusta?
Le pregunta la voz ansiosa, como si necesitase refrendar lo que siente desde rehace ya no sabe cuánto tiempo.
Sonríen los ojos, sonríen los labios.
– No es mucho, lo sé, pero…
No le deja terminar. Le sella la boca con dos dedos. Y los labios, provechosos, los besan.
– Es perfecto.
Dice por fin. Y el corazón se aquieta y parece que respira más tranquilo. Todo podía ser mejor, porfía su pensamiento; podía haber un mantel de hilo y champaña en las copas y un delicado bouquet de peonías… Yo qué sé.
– A cualquier hora, en cualquier lugar, siempre que sea contigo, será siempre perfecto.
Y se besan suavemente. La música es más música ahora, y el aroma de la cena les atrapa el pensamiento. Y nada más existe para ellos, porque es perfecto.
– ¡Qué hambre! ¿No?
Y fugan carcajadas por la ventana entreabierta hasta que la vela se consume y la margarita pliega sus pétalos en espera de la luz de la mañana.
A cualquier hora, en cualquier esquina, juntos.