Ciao, maestro.

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Ricardo Marañón: todo lo bueno

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La vida nos da regalos. Así, inesperados e increíbles.

La amistad es una chispa que salta, que resplandece y puede menguar rápidamente, o bien ir, poco a poco, llenando la distancia que separa a dos personas, para unirlas en un fuego común que, significando mucho, tiene en su centro, en su corazón, la comunión de dos almas que laten.

Ricardo Marañón es una de esas personas-corazón; él es uno de esos hombres huracán-corazón. Es pura inteligencia e intuición; es un sobreviviente, y por eso, porque conoce el lado oscuro de la vida, comparte su alegría, su dulzura, con una generosidad abierta, inesperada, pero nunca irracional.

Ricardo Marañón ha sido eso para mi vida: de lo mejor. Y soy quien soy porque él forma parte de mi vida. Resulta curioso que otras personas sean incapaces de ver la irreverente independencia, la claridad de su mente, la aplastante verborrea de su lógica y de la mía, que nos diferencia y nos hermana.

Hemos compartido risas, muchas, y momentos menos brillantes. Y su generosidad siempre ha estado, y está, primero; su concepto de amistad es planetario; su tendencia a ayudar es oceánica; su lengua, afilada; y su corazón, que lleva en su mano abierta, mostrando como pocos la eterna fuerza de la fragilidad, su mejor cualidad.

En la vida aprendemos de todos. Pero la huella que dibujan unos es mayor que otros, y pese a todo o gracias a ese todo que nos ocurre en común y por separado, somos capaces de darnos cuenta que la influencia de almas elevadas como la suya, llega a tocar a las nuestras.

Siempre ha estado ahí, nunca más allá, siempre ahí. Es pura fuerza y determinación; defensor de lo que ama; dueño de una inteligencia brillante; con una capacidad de trabajo difícil de igualar y sobre todo, o más que todo, es dueño de un corazón tan grande, cuyas puertas siempre están abiertas para dar la bienvenida a aquello que le hace bien, y a cerrase a aquellas que realmente no aportan al menos lo mismo que ofrece sin medida.

La medida de su amistad se pesa en eso, en la huella que deja impresa en cada uno al que conoce. El balance de su cariño, es la estela de un cometa que atraviesa el cielo a la velocidad de la luz. Él es un ser de luz, que cambia la vida de quienes le rodean, y lo hace para bien.

Poco puedo decir de alguien que me ha hecho tal regalo, imposible de igualar, el día de su cumpleaños. Le debo mucho, material y espiritualmente; es un maestro y un alumno magnífico. Y está destinado a la grandeza que ya vive, aunque no se dé cuenta de lo rico que es: rodeado de amores puros, algo toscos, como todo lo que tiene que ver con los seres humanos; pero hermosos, porque han sido tocados por la varita mágica de su corazón, que todo lo transforma en bueno.

Soy quien soy hoy día porque él forma parte de mi vida. Y en los cambios que damos día a día, año en año, por haberlo conocido, me doy cuenta que, en el fondo y en la superficie de mí mismo, he cambiado, gracias a él, a algo mejor.

Feliz cumpleaños, Ricardo: todo lo bueno para un alma que lucha por su propia pureza y de la de quien le rodea. Feliz cumpleaños, chico soñador. Que ya vives tu sueño y es de puro oro.

Una firma. Un antes y un después.

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Esta foto representa 25 años dedicados a la Medicina Intensiva. UCI.

En esos largos años ha pasado de todo: mi propia vida. Un tío vivo que no habían parado de moverse hasta ahora.

Este momento, en el que se me aseguraba dueño de un plaza en un hospital de la Seguridad social, es el sueño de muchos, incluidos algunos muy importantes que no están ya y que quizá se hayan alegrado, suspirado o simplemente aliviados al concendérmela.

Mentiría si dijera que la había buscado, o si quiera anhelado. Cuestión de haberme criado fuera de aquí. Lejos de un objetivo, una plaza fija siempre me había parecido un estorbo para el desarrollo, un cúmulo de excusas para dejar el trabajo a otro. Y aunque hay mucho de eso, también hay mucho de responsabilidad asentada y ganas de seguir haciendo cosas buenas a los demás.

Necesité 25 años para esta firma. Todo un arco que se extiende en esa oficina con mi primera firma como residente a ésta como adjunto fijo con plaza. Todo lo que ha ocurrido en ese lapso de tiempo, todas las zancadillas, las ayudas, los errores, las envidias y los favores llegaron a mi mente con cada papel que firmaba. Había quien decía que sería incapaz de conseguir una, pues mi coeficiente intelectual dejaba mucho que desear; otros, eran incapaces de comprender cómo no había adquirido una antes. Nadie conoce los motivos últimos de cada uno, que no por secretos, no dejan de cobrarse un trabajo que casi nadie está dispuesto a tomarse.

Tuve mis razones, como otros tuvieron las suyas para ser generosos o mezquinos. Así es el tío vivo de los seres humanos

Pero en ese momento, sólo pude pensar en todos los que que de alguna manera me arroparon a que llegara hasta allí; los sueños puestos en mis capacidades; la segura confianza en que todo llega. Detrás de mí seguía escuchando en sordina la burla de mis colegas, que no entienden nada; y la admiración de todos aquellos compañeros que, viviendo conmigo, saben que ese gruñón gigante tiene un corazón tan grande que el oro mana de sus venas sin querer darse cuenta de ello.

Una firma así no tiene nada de extraordinario. Una plaza fija de médico hospitalario en la UCI de un hospital casi lo es cualquiera. Casi. Pero esta vez soy yo. Y usé una pluma que llevaba cuarenta años esperando un momento similar; las misma con la que, hace veinticinco, firmé mi primer contrato como residente. Todo ha cambiado, no somos los mismos, pero el corazón late y el sueño y la compañía de aquellos que una vez desearon que algo así fuese posible para mí, se acumulaban esa mañana de abril y llegaban a mi recuerdo, es decir al centro de mi corazón, incapaz de contener más agradecimiento y más serenidad por un apoyo tan constante y una conciencia tan ciega.

Todos ellos merecían esa firma. Todos ellos, los que ya no están conmigo, lo merecían, y los que permanecen, lo merecen.

La firma en sí misma es un garabato en un papel. Pero esta firma es un autógrafo en el alma. De aquellos que siempre me quisieron bien, los que ya no están aquí y los que siguen cerca. Nada de todo lo que he hecho ha sido para mí: ha sido para ellos. Y esa firma rubrica el compromiso que una vez obtuve, uno callado, apenas sin palabras.

Y significa un mundo nuevo, sin ataduras, sin sueños, pero libre. Como la vida que aún queda, como un despertar que promete una nueva oportunidad.

Gracias, sólo gracias por venir. Y seguir aquí.

Rey desnudo y chico muerto: la voz oída

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Kabo&Bero Ediciones nos regalan pequeñas sorpresas llenas de energía. Rey desnudo y chico muerto es una de ellas.

Una obra de teatro impresa puede ser una sorpresa fascinante o bien como leer la lista de la compra: interesante, pero monótono. Cuando a los actores se les pregunta cómo llegan a conocer a su personaje, muchos dicen: está en el guión. Y es como si una fuerza reservada a unos pocos fuese descubierta pero jamás revelada. Íñigo Cobo, con la obra de teatro publicada por Kabo&Bero desborda todas las expectativas y obra el mayor de los milagros: conseguir que la obra escrita se transforme en voz hablada y va más allá, levándola a lo increíble: a voz oída.

Estamos acostumbrados a la voz leída. Si leemos para nosotros, cada personaje tiene un color, tiene un tono. Si usamos la voz alta, tiene además corporiedad, dimensión. La mayoría de las lecturas se quedan ahí, en ese juego íntimo entre la palabra impresa y el sonido imaginario en la cabeza del lector. Lo que Íñigo Cobo hace con su obra de teatro leída, va más allá, pues completa el mensaje que los actores recogen del suelo fértil de las palabras y lo transforman en sonido y acción: Rey desnudo y chico muerto tiene la muy peculiar capacidad de escapar a la voz leída, a la voz hablada y transformase en pura magia: la voz oída.

Porque comprendemos el intrincado baile de personajes y actores, porque vivimos cada una de esas escenas hasta la epidermis, porque vemos, sentimos y sobre todo oímos, penetra en nosotros hasta hacerse uno con nuestra respiración, la frase, la intención, el movimiento, el silencio.

Pocas obras de teatro, publicadas y por tanto leídas en el silencio del hogar, tienen esa capacidad, esa permeabilidad, aún más, esa penetrancia. Quizá nombraría, por cierta cercanía temporal, a La golondrina, de Guillem Clua, obra enternecedora donde la palabra se hace sensación y piel. Como en Rey desnudo y chico muerto.

Todo es teatro. Pero el teatro a veces también lo es todo, y lo es cuando alcanza ese estado de compresión auditiva, de ser oída, que hace que llegue a la piel y permanezca en el lector durante un tiempo indeterminado, único, como cada escena que la compone, como cada palabra hilvanada llena de vida.

Mimi me salvó: Sergio Bero y la búsqueda del ser

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En esta nueva novela de Sergio Bero están todas las identidades que conforman su universo literario. Después de tres libros podemos decir que posee un mundo escrito donde los elementos de la vida que más le interesan conforman ya un universo donde se entrelazan personajes y experiencias tallados con los cinceles de lo que conforma nuestra sociedad.

Porque en Mimi me salvó, su último relato, pubilcado por Ediciones KaboYbero, la sociedad actual está más presente que nunca. O, mejor dicho, el presente, aquí disfrazado de futuro, late en cada una de las frases y de las aclaratorias que posee el relato.

Es un relato reivindicativo. En muchos aspectos. Cada uno de sus protagonistas está construido con un arquetipo que, en manos de Sergio Bero, con esa habilidad muy suya, pese a estar muy marcados, se desdibujan conforme avanza el relato, y se entrelazan, como toda relación que ha nacido y ha vivido de forma intensa un período definitorio que llega, bien en ecos, bien en recuerdos, al momento actual. Mimi me salvó tiene el truco de parecer sencilla en su vertiente reivindicativa, pero es un trampantojo, un disfraz: esos tres protagonistas (podríamos decir, cinco) han unido sus vidas y sus experiencias, que relatan, a través del hilo más bello posible, el verdadero afecto y un agradecimiento infinito, lleno de ternura y de la solidez de lo que se ha vivido.

Las dos novelas previas de Sergio Bero nos llevan a Mimí me salvó. Porque tienen los mismos elementos. Pero el genio del autor es utilizarlos de acicate o de palanca, pero jamás de relleno. Y en los tres relatos se adivina una intimidad muy profunda que nos hace pensar que el propio autor, como el creador de un mundo, está en cada uno de los personajes y en todos los detalles a la vez, pero en forma de éter, de rumor de mar, de sol que brilla. La calma luchada, de lo mejor que leí en plena pandemia, era un canto a la supervivencia, una voz poética que se ahogaba si no era escuchada. En Cierto que miento, la complejidad nada superficial de una relación que avanza de la mera atracción a la necesidad más patológica, desarrolla aún más ese estado de comunión íntima que el autor había iniciado en su primera obra, de suerte que asistimos a dos relatos a la vez: el que autor ha elegido y el que le sirve de reflejo.

Ambas características están en Mimí me salvó, más amplificadas si cabe, haciendo justo el ruido necesario, (aunque quizá a veces, muy pocas, algo de más), y que se refleja, de forma omnipresente en su obra, en la identificación con la música pop, siendo revelada (nuestro yo más juvenil lo sigue reconociendo sin rubor) como la explicación última, el vehículo adecuado, para la compresión de lo que sentimos, y la inspiración necesaria para construir futuros al menos de mayor calidad.

La relación de Marta, Asier y Dailos se construye con la evocación; la música nos transporta al pasado, y las voces que hablan, con gestos y silencios, al momento actual, en la que tres personas ya maduras, desgranan sus experiencias y lecciones vitales con una fluidez que no requiere etiquetas, y una sinceridad que desarma.

Hay en Mimí me salvó, todo de Sergio Bero. Y hay en cada uno de sus protagonistas: Marta, Asier y Dailos no sólo su comprensión, si no rasgos comunes. Escribir sirve de terapia, nos dicen. Pero esconde un secreto mayor: nos lleva hacia la libertad. Y eso es lo que el autor ha hecho en este relato lleno de energía, incluida la de la enfermedad, y la valentía de exponer la realidad del siglo XXI aún con los ojos, alegres y asombrados, de un siglo atrás.

Vidas pasadas (Past Lives): lo que pudo haber sido, y es.

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Una historia coreana, hecha en Corea y EEUU, por hablada en coreano e inglés, por un equipo mixto como pasa desde que el mundo se supo redondo, sobre la historia de una mujer, un pasado, un deso, un sueño, la evolución del tiempo que pasa, el darse cuenta que la vida no es lo que soñó una vez, y tener la oportunidad de transformarlo de nuevo ante quien debería ser su destino…, y la vida que pasa.

Maravillosa.

Máximo Huerta: Adiós, pequeño.

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Es difícil escribir nuestra historia. Ir quitando uno a uno los velos que nos esconden de nuestra mirada, que de repente se hace ajena, y mostrar una desnudez frágil, sembrada de heridas que no cierran y cicatrices recientes.

Adiós, pequeño es la última novela publicada hasta el momento por Máximo Huerta, y la segunda de las suyas premiada.

Que vuelve sobre temas ya escritos no es novedad: todo escritor es, en muchos sentidos, un visitante eterno de los mismos parajes de la vida. Y en eso radica su valentía: cada viaje por esos paisajes nos regala una nueva interpretación, nos descubre un nuevo mundo desnudo y frágil, sin velos, donde surcan sin vergüenza heridas que no cierran y cicatrices recientes.

La punta escondida del iceberg fue el primer intento de este movimiento telúrico hacia adentro. Escribir es una fuerza centrífuga, intenta llevar todo al exterior. Sólo el freno del pudor mantiene entre unos estrechos límites, el cauce de la historia a narrar. En Adiós, pequeño esos límites se pulverizan; el peso del tiempo ido y de la vida desmoronan los pilares de la vergüenza y hacen desbordar fragmentos, pensamientos y sentimientos pasados que, de tan profundos, siguen siendo muy actuales. De forma que transforma un diálogo interno en un diario sin fronteras, un mapa sin sentido en un laberinto centrípeto que intenta alcanzar no ya la comprensión de una vida vivida, si no la calma en el presente, la sumisión a lo que debe ser porque ya es.

No está escrito en tiempo de lamento, más bien tiene el ritmo titubeante de lo que pudo haber sido y no fue. Es un lento proceso de desnudez astrofísica, una descripción del tiempo que pasa y de la decrepitud que llega, no como algo malo, si no como algo inevitable.

Adiós, pequeño es un diálogo interrumpido con dos fantasmas, y es una lenta despedida de dos almas que poco a poco se despojan de toda una carga que ya no tiene importancia.

Las elipsis abstrusas de La punta escondida del iceberg se ven aquí justificadas por un recato más libre, y por tanto más doloroso; no se esconden, más bien se exhiben sin reparo y quizá hasta se desechan, dejando en tiempo suspensivo lo que no siempre es necesario aclarar pues habla con sus propios gritos, y deja una oportunidad al lector de participar en experiencias íntimas que le son propias pero con las que poder identificarse y rellenarlas de la mejor forma posible, libertad de creación además de participación activa de un relato escrito entre fuego, lágrimas y desolación. Y miedo.

La labor narrativa del autor se encuentra unida por un hilo invisible del que Adiós, pequeño es quizá su ovillo primigenio. Como un parto, este relato es la promesa de una nueva vida y de una nueva vía de creación, en el que los ecos, los recuerdos, los aromas sinestésicos han sido protagonistas así como la violencia soterrada, los absurdos encuentros del destino y el miedo al miedo mismo. Adiós pequeño encierra en su interior una promesa de libertad que ya no es más una huida hacia adelante; promesa que el autor se ha ganado a pulso lentamente, como un jardinero fiel, relato a relato, línea a línea, recuerdo a recuerdo.

Quizá la niñez esté sobrevalorada, más aún en estos tiempos de sobreprotección y falsas aprensiones. Pero puede llegar a ser una cárcel cruel si no sabemos cómo valorarla. Hace falta toda una vida para liberarse de ese hechizo, para anular ese conjuro. Máximo Huerta ha exorcizado lo que fue y no volverá en Adiós, pequeño, con una prosa directa; a ratos reseca; por momentos poética…, como la vida misma.