El sonido del silencio/ The Sound of Silence.

El mar interior/ The sea inside

Cuando no se tiene nada bueno que decir, lo mejor es estar callado. Y lo afirma alguien a quien le cuesta cerrar la boca. El silencio es un estado embriagador, que nos engulle sin darnos cuenta, nos atrapa y envenena con su tacto suave, con su aroma a cerrado y olvido, y su extrema facilidad. Nada hay más sibilino que el silencio. Cuando callamos, todos los significados cobran sentido, y los sentidos se embotan cansados de jugar ese juego de sombras que no llevan a ninguna parte. El silencio es un muro, una habitación sin ventanas, una avenida sin fin. Recorremos las distancias eternas con la máscara de una intención, cuando es la ausencia de actividad, la falta de finalidad la que nos engulle y atrapa. Y nada nos seduce más que la inmovilidad; nada nos atrae más, una vez caído en el precipicio del callado, que el aroma del silencio, que el sonido del silencio.

El silencio es vacío. Vacío lleno con sueños inútiles y palabras innecesarias que mueren al llegar a los labios. Nos incomunicamos sin usarlas, y nos acostumbramos a ese estado inamovible, casi etéreo, que no nos damos cuenta de nuestra propia situación de ingravidez hasta que ya es tarde. El silencioso y el comunicador incansable, extremos que se unen, acaban en la soledad más absoluta, que es aquella que no sabe qué decir, qué hacer o qué esperar. Uno envuelto en la cacofonía del ruido ensordecedor; el otro, envuelto en el manto sin peso de lo callado y olvidado.

El sonido del silencio está fundido de olvido. Olvido y Silencio van de la mano, siameses que se reconocen en las miradas, en los gestos más pequeños. El sonido del silencio está vacío. Vacío y Silencio caminan juntos, por el sendero sin nombre de lo que ya no existe. El sonido del silencio rebosa inapetencia, incapacidad e indiferencia. Y es desasosiego, y apremio, y culpa, y abandono.

Y sin embargo, cuando no tenemos nada que decir es mejor callar. Aunque el riesgo de habituarnos al silencio ronde nuestras fronteras y nos seduzca con sus halagos y sus bellezas. Aunque nos quedemos tan vacíos de palabras que el mismo silencio nos parezca un murmullo atronador.

Mis pies se han acercado al borde de ese precipicio lleno de ecos y soledades. Están dispuestos a saltar. Y yo tras ellos. Pues poco hay, en el fondo, que arriesgar.

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