Llevo días con este pensamiento en mi interior. Caminando por las soleadas calles de Málaga, siguiendo el curso del río Guadalmina o la orilla del Mar Mediterráneo, o de pie a los pies de la cama de un paciente, o escuchando los altercados personales que todos tenemos con nosotros mismos y los que nos rodean, en especial los asuntos correspondientes al Amor, la idea del Balance me ronda y me obsesiona. No sé qué es ni cómo conseguirlo, a veces creo que algo así es imposible, hasta para los ascetas budistas o hindúes que parecen sin embargo tan cercanos a ese ideal, a ese estado en donde todo simula perfección: la comprensión, los sentimientos y la razón de estar en el mundo, y en donde nada afecta, o nada lo hace desde el sentido estrictamente humano de las cosas.
Y sin embargo, me gustaría alcanzar al menos los primeros escalones de ese estado, para saborear la paciencia y la prudencia, para reflejarme en la sapiencia y descansar en la comprensión. Cuando suspiramos por un sentido más estricto pero elegante de la justicia, es decir, suave y férreo como el acero, en el que todos nuestros actos sean fácilmente explicables y comprensibles, y nuestros errores mínimos y superfluos, ese ideal de estado, de máxima clarividencia y estabilidad, es lo que más se desea. ¡Qué difícil es encontrar ese punto donde todo se estabiliza! Ese momento en el que la comprensión entre dos personas fluye sin dificultades y las notas emergen sin estridencia alguna. Me gustaría poder ser capaz de explicarle a un familiar el por qué de la evolución de un paciente; poder reparar el corazón roto que aún late entre un pecho que se abre a la noche, y hacer ver, a una mente aguda pero a veces oscurecida por la vida vivida, que es factible cometer errores y enmendarlos, y llevarlos tatuado a fuego para nunca olvidarlos ni repetirlos, o que la historia, que se repite una y otra vez, algún día dejará de hacerlo.
No lo sé. Me gustaría tener esa capacidad para no implicarme en exceso o para imbricarme un poco más, para cometer menos errores y ser más plástico en mis actos, y sentir el ritmo de las cosas bien hechas a través de la sinfonía del día a día. Me encantaría correr y esconderme en los brazos del Amor, y enseñarle las eternas posibilidades que aún escondemos; abrir mi mente a la comprensión sin aprehensión y a la valentía sin excesos; acariciar las espaldas enormes de mis amigos y buscar su aceptación y su hermandad, a veces perdidas en los arrabales del ego o del error que barre nuestra claridad y nuestra mirada; y llegar cada a día a mi casa sin sentirme vacío o solo, sino rebosado y único y unido a todo sin dejar de ser yo mismo.
Equilibrio…