La Fuerza de las Palabras/ The Power of Words.

El día a día/ The days we're living

A Lawrence Schimel, porque las personas brillantes sólo nos mueven a mejorar.

He tenido un intercambio de correos electrónicos con un amigo escritor, Lawrence Schimel, muy interesante, y se basaba en una broma hecha por mí y que, en realidad, podía tener (y tenía) muchas lecturas; la mayoría alejadas de la intención con la que fue empleada, pero que existen y son posibles y que él, con ese gusto por el detalle típico de un escritor, me enseñó acertadamente.

Cuando era pequeño, mucho, teníamos en casa (y aún lo poseo) un libro que se titulaba: La Fuerza de las Palabras. En su interior guardaba el secreto y la maravilla de la gramática de la lengua española de ambos lados del Atlántico. Era un libro fascinante, y continúa siéndolo. Gracias a él entré por primera vez en un mundo articulado, de una rigidez sólo parcial, o, mejor dicho, cuya rigidez formal regalaba un sin fin de libertades creativas que aún hoy sigue sorprendiéndome. No me resultó difícil aprehender sus reglas; antes bien y todo lo contrario, parecía que ya las conocía de antes, y su asimilación fue más un acto de remembranza que un aprendizaje literal. Ese libro conserva intacta su magia para mí después de tantos años pasados y sigue siendo un punto de referencia en mi vida.

Siempre he amado las palabras, como todas las cosas bellas de la vida. Las palabras tienen vida propia y una intensa personalidad. Decir que estoy en contra del «lenguaje políticamente correcto» es más que un hecho; lo considero aún más: una aberración. Pero entiendo la preocupación que el empleo de ciertos vocablos, neutros como instrumentos que son, genera en muchas personas, bien pensantes y con corazón sensible, que ven y hasta sufren cómo las intenciones escondidas en las palabras hacen daño y denigran al ser humano.

La fuerza de las palabras es poderosa. Es mágica. Es atractiva. Es envolvente. Es atrayente. Es fluida. Es pesada. Es casi todopoderosa. En principio fue el Verbo, reza más o menos la Biblia; principio que se encuentra en todo libro sagrado de cualquier religión (que también son lo mismo, porque misma es la Fuente de la que todo se deriva), y de la palabra emergió lo creado y el ser humano. De ahí su gran importancia. Pero las palabras son notas que nos ayudan a crear la sinfonía de la vida, y de hecho son sonidos unidos, voz que emerge de una intención, de un tejido que emana de la conciencia de los individuos, que son quienes las emplean.

Temer a las palabras es como tener miedo a las notas musicales o a los colores. No son ellos los responsables de las intenciones humanas: una mala historia, una canción pésima, un borrón policromado en un lienzo pueden ser (y muchas veces son) aberraciones; pero los elementos empleados incluso en la elaboración de esos errores no dejan de ser divinos e independientes. Son las intenciones lo que hiere, lo que manipula y destruye, no los elementos empleados para hacerlo.

Quiero libertad de expresión, quiero usar mi lengua tal cual como fue establecida, porque es perfecta, fluida, elegante, abierta y libre, por sobre todo libre. Lo que debemos luchar es por la educación, por la igualdad de facto, no de boquilla; por el respeto a los demás y a la vida; por la integración y por la libertad, para evitar que esos bellos instrumentos acaben desvirtuados por intenciones oscuras y personas viles.  Si cometemos un error, pedir disculpas es de recibo. Pero nunca por emplear una determinada expresión, sino por la intención que la empuja y que la arroja al universo. Y aceptar que la fuerza de las palabras es muy poderosa, y que sólo refleja nuestros más acérrimos temores y nuestras miserias si somos personas chiquiticas, sin luz, color ni futuro.

Que no es el caso. Seguiré empleando mi lengua con honor, es decir, con respeto y equidad, y con todas las consecuencias. Porque quiero ser libre. Por siempre libre.

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