Caminando van lento bajo la luz de las farolas. La calle está desierta; el frío ha ahuyentado a la gente y ha atraído a la escarcha que cae suave sobre sus cabezas. Sólo se oyen sus pasos sobre el hielo de la acera como galleta crujiente.
Sonríen.
No se dicen nada. No se han dicho una palabra desde que van por la calle. No les hace falta. El silencio late lleno de palabras como un corazón; como un corazón los suyos laten al unísono, con un poco de ansiedad y un poco de vergüenza.
Se quieren. Lo saben. Lo acaban de descubrir. Y sonríen. Y no se dicen nada. Y caminan bajo la luz de las farolas, en la calle desierta, en la noche escarchada, vacía de luna.
En un claroscuro se acercan un poco más. Puede ser por el frío. Puede ser por la hora. Pero es por amor recién descubierto, y la dicha los atrae como un imán. Y ellos se dejan hacer.
Sonríen.
La noche en calma, el frío que aumenta. Sus manos unidas, sus hombros cercanos, sus torsos alineados, uno frente a otro. Se tocan sorprendidos. Se sorprenden animados. Y tiemblan. Un poco. Sólo un poquito.
Sonríen mirándose a los ojos. Oscuros, profundos, llenos de un sentimiento tan nuevo que parece único; congelado en la noche helada. Ríen las pupilas, las pestañas brillan. Las miradas se suaviza un poco, y cierran los ojos.
Bajo la luz de una farola, bautizados por aquel resplandor ambarino, acercan poco a poco sus rostros. El aire se hace denso entre ellos, aguantan la respiración, se tocan brevemente como tanteando el terreno. Y después se abandonan.
Y se besan.
En la noche oscura, llena de estrellas, bajo la luz de una farola, dos enamorados se besan por primera vez como si fuese la primera vez. Y el mundo desaparece para ellos, que son un mundo, y nada será igual.